I
¡No lo podía
creer! El aclamado orador, para cuya exposición Noel se comió una acampada de
dos días y dos noches era Guille o, más precisamente, el gurka como lo
llamábamos Samanta y yo. No había prestado atención al nombre del disertante
porque su especialidad era la informática y yo concurría a la Feria Anual de
Tecnología y Arte para asistir a la presentación de las nuevas esculturas de
India. Me había puesto a recorrer el recinto central rodeado de salas de
exposición que estaban identificadas desde la A hasta la G. Mi amiga exhibía en
la sala B adonde todavía no esperaba ningún espectador. Salvo la D, las demás
reunían grupos discretamente numerosos. Me acerqué a mirar el afiche que
promovía la actividad que tanto auditorio congregaba y me quedé con la boca
abierta. ¡Era él, sin dudas! Con trece años más, el pelo oscuro casi al rape y
la mirada de expresión desafiante. La fila de asistentes caracoleaba a lo ancho
del salón para no tapar el ingreso a los otros eventos y se bifurcaba en la
entrada. El público era heterogéneo: hombres, mujeres, y adolescentes con pinta
de estudiantes. Pronto, el último que se agregara, estaría a la altura del
primero de la cola. Hacia allí me dirigí esperando encontrar a mi pareja. Noel
era ingeniero en sistemas y nos conocimos en el casamiento de Marga. Confieso
que me impactó cuando lo vi porque se destacaba entre los demás hombres por su
atractivo. Además era simpático e inteligente. Tenía dos años menos que yo y
aunque siempre soñé con un amante experimentado que al menos me llevara diez
años, no deslucía junto a él e incluso parecía más joven. Bailamos toda la
noche y nos seguimos viendo hasta concretar el vínculo que nos unía. No
habíamos hablado de casamiento por más que ambos nos presentamos a las respectivas
familias y a los amigos comunes. Lo divisé en los primeros lugares de espera.
—¡Marti! —se
sorprendió—. ¿No tendrías que estar en la muestra de India?
—Hola —lo besé en
la mejilla—. El salón está cerrado y no hay más presentes que yo. Todavía —aclaré
para disipar el brillo divertido de sus ojos.
No pude evitar
una risa que lo relevó de contenerse. India era una buena amiga pero una
mediocre escultora que exponía gracias a las relaciones de su padre. Creo que
ella lo sabía, no obstante porfiaba en lograr algún día una obra que la
proyectara. Yo asistía a todas sus exposiciones añadida a los concurrentes que
buscaban quedar bien con su progenitor. Tal vez esta actitud solidaria me salvó
de que me favoreciera con sus creaciones que ya ocupaban una sala especialmente
diseñada en su casa.
—¿Sabés que lo
conozco a Guille? —le dije para suspender el recreo a costa de India.
Perdió la risa
inmediatamente. Me miró como si le hubiera anunciado que la conferencia se iba
a suspender y carraspeó al recuperar la voz: —¿a Guille? ¿Qué querés decir?
—Eso, nomás
—respondí con despreocupación.
—¿A Guillermo
Moore? —insistió.
—¿En qué idioma
hablo, Noel? ¡Conozco a Guillermo Moore, alias Guille, alias el gurka! —afirmé
ya fastidiada.
La cola empezó a
moverse. Me atrapó del brazo y me arrastró con él.
—¡No te muevas de
la salida! ¡Cuando termine el panel me lo tenés que presentar!
Habíamos llegado
a la entrada y me frenaron por no tener el boleto. Desde adentro Noel me gritó:
—¡Esperame!
Le hice un gesto
para que se fuera tranquilo y me aposté en la puerta del salón B. Ya estaban
esperando tres parejas mayores, seguramente clientes de Bernardo, el padre de
India. Me aparté un poco y me puse a divagar.
Recién a los
treinta, después de haber recibido más cachetadas que caricias de la vida, pude
establecer una relación sin hostilidades con mi madre. Me independicé tan
pronto terminé el secundario para lo cual me empleé en una multinacional como
telefonista, con un sueldo que me permitió pagar el alquiler de un mono ambiente
aunque remontara muy ajustada el resto del mes. En esa época la familia de
Samanta, mi mejor amiga y compañera de estudios, se mudó a Inglaterra. Yo
frecuentaba su casa no solo para estudiar sino para alejarme un poco de la mía
y de los permanentes encontronazos con mi progenitora que transitaba su estado
de viudez juvenil como si yo no sufriera las consecuencias de la orfandad
paterna desde mi primer año de vida. Aunque terminé por reconocer su dedicación
como madre, su aureola de martirio la aislaba de todo acercamiento afectivo.
Habían pasado
trece años. Los recuerdos me atropellaron y reviví el momento más significativo
que definía al gurka de cuerpo entero. Samanta y yo estábamos en cuarto año y
teníamos diecisiete cumplidos. Nos habíamos juntado para completar la tarea de
literatura y nos acomodamos en el estudio de su papá; ella estirada en el sofá
grande de espaldas a la pared, y yo en el diván chico.
—La Ramírez debe
haber nacido antes del diluvio —rezongó Samanta—. ¡Mirá que obligarnos a
presentar el trabajo manuscrito en la era de las impresoras láser! —estaba con
la notebook apoyada sobre el estómago buscando la biografía y el texto que
teníamos que leer para completar el cuestionario.
—¡Dale! —la
apuré—. Que si no, no terminamos más —mientras ella leía, yo ojeaba las
preguntas que teníamos que contestar. A su término, ya tenía una idea
aproximada de las respuestas —. Te dicto y vos vas llenando la lista —le dije.
—Escribí vos,
Marti, que tenés mejor letra —argumentó en tono plañidero.
Hice un gesto de
resignación porque Sami tenía un encanto especial para zafar de las
obligaciones. Levanté la vista y grité al ver la figura salpicada en sangre
asomando detrás del sillón. El desquiciado blandía un cuchillo y solo atiné a
lanzarle el cuaderno de tareas para evitar que atacara a Samanta. Aullando,
hundió una y otra vez el puñal en el cuerpo de mi amiga cuyo alarido viró del
pánico a la cólera al ver su polera blanca manchada de rojo. Tomó de los pelos
al malhechor y lo arrojó al suelo.
—¡Estúpido, tarado,
me arruinaste el suéter nuevo!
—¡JajjJajj! —se
atragantó su hermano—. ¡La cara que pusieron! ¡JajjJajj!
—¡Mamá! —vociferó
Sami—. ¡El gurka me echó a perder la polera nueva!
Alejandra, su
mamá, ya estaba en la puerta atraída por nuestros chillidos. Miró a sus dos
hijos ensangrentados, el gesto de ira de Samanta, la sonrisa medrosamente
satisfecha de Guille, y ordenó: —Guillermo, te vas a tu habitación. Después
subo a charlar con vos.
—¡Pero mamá!
¡Tengo la fiesta de disfraces en lo de Pitu! —protestó.
La cara de su
mamá lo convenció de que no le convenía discutir. Salió arrastrando los pies y
chorreando el cuchillo con colorante.
—Y a vos —le dijo
a Sami—, ya te dije que no lo llamés más con ese mote.
—¡Lo es, lo es!
¡Mirá cómo dejó mi ropa!
—Sacátela que te
la lavo. Con cloro queda como recién comprada.
—¡Vos siempre lo
defendés! ¿Y qué vas a hacer con los almohadones del sofá, eh? —la desafió.
Alejandra clavó
los ojos sobre las fundas salpicadas, dio media vuelta y taconeó hacia los
dormitorios. Recuperé el cuaderno y observé la hoja del cuestionario manchada
de rojo. Suspiré y me puse a transcribir la lista en una página limpia.
—¡Este mocoso me
tiene harta con sus ocurrencias! ¡Y mamá no le pone freno! ¡Es un sápatra!
—lloriqueó mi amiga.
—Sátrapa, Samanta
—la corregí.
—¡Lo que sea!
Tenés suerte de no tener hermanos sobreprotegidos como el gurka.
—A lo mejor tu
mamá tiene razón. Si no insistieras en llamarlo de ese modo, no se obstinaría
en imitar la conducta de esos sicarios. Me acuerdo que tenía diez años cuando
diste en llamarlo así —evoqué.
—¿Y no tuve
razón? ¡Nos arruinó la primera cita que conseguimos! Pensar que teníamos la
casa para nosotras y los viejos volvían a la noche… —rememoró.
—Bueno… —alegué
conciliadora—. Yoni se había puesto pesado y te tocó una teta. El gur… Guille
—me corregí—, reaccionó como hermano varón. Le dio una flor de patada. Si Ale
no se hubiera metido, ahí habría terminado todo.
—¡Al tuyo lo
coceó en las bolas! —carcajeó Samanta.
—¡Sí! ¡Salieron
disparados mientras nosotras inmovilizábamos a tu hermano!
—¡Decime si no le
acerté con el apodo!
—No sé. Se pasó
toda la tarde navegando por Internet para averiguar a quien se parecía y
después se compró una réplica de plástico de la daga. Tal vez, habría sido
mejor llamarlo sir Lancelot. De investigar a este personaje, hubiera copiado
sus buenos modales —reflexioné.
—¡Los malos
modales del gurka son innatos! —afirmó Samanta. Se levantó del sillón—: Me voy
a cambiar la remera y seguimos. Si terminamos la tarea, madre nos autorizó a ir
al cumple de Goyo. Como te quedás el fin de semana, con la venia de mamá basta.
A mí me gustaba
poco el festejante de Sami. Se decía que en sus fiestas corrían el alcohol y
las drogas. Y mi amiga era lábil a las transgresiones. Yo cuidaré de las dos, decidí.
II
—¿Por qué salen
tan temprano? —se sorprendió Alejandra.
—Porque es un
cumpleaños, ma. No vamos a ningún boliche.
—Entonces no
vuelvan a la madrugada. El remise las pasará a buscar a las nueve para
llevarlos a Roldán. Que Guille esté listo a esa hora.
—¿Por qué no se
lo llevan ustedes? Sabés que a mí no me hace caso.
—Porque tu papá y
yo queremos disfrutar de unas horas a solas. Si a las ocho no se levanta,
llamame al celular.
Samanta torció el
gesto pero no cuestionó. Me hizo un ademán para arrancar antes de que a su
madre se le ocurriera hacer preguntas. Aunque estábamos a seis cuadras,
Alejandra insistió en que nos fuéramos en taxi. Lo esperamos en la puerta y a
las nueve estábamos en la fiesta. Goyo nos recibió en persona y besó a Sami en
la boca. Adentro ya estaban preparando la previa. En un balde mezclaban las
bebidas que cada invitado aportaba. Le pregunté a un muchacho que estaba a mi
lado: —¿Los padres de Goyo permiten las bebidas alcohólicas?
—No sé. Están de
viaje.
—Ayayay… esto se va a descontrolar —me dije.
A las diez, había
muchos que no se tenían en pie. Yo veía de vez en cuando a Samanta, siempre
asediada por el cumpleañero y con una copa en la mano. Bailé con algún muchacho
que todavía estaba sobrio y me preocupé cuando perdí de vista a mi amiga por
media hora. Subí a la planta alta y, con el corazón desbocado, fui abriendo las
puertas de todas las habitaciones. En la última, Goyo con tres amigos y Samanta
se pasaban un porro. Lo que me inquietó, fue divisar sobre el escritorio varias
líneas blancas. Sabía que Sami fumaba de vez en cuando, pero también que nunca
aspiraba coca. Era hora de sacarla.
—Vamos, Samanta.
Ya tomaste demasiado —señalé.
—Mi mamá está en
Roldán… —balbució mi amiga.
—Unite a la
fumata, bruja —rió neciamente el dueño de casa.
—Ustedes hagan lo
que quieran, pero nosotras nos vamos —dije decidida.
Samanta se
desprendió de mi brazo y moduló con cuidado: —Andate vos, que a mí me falta lo
mejor.
Volví a sujetarla
e intenté arrastrarla hacia la salida. Ella me empujó y los varones se me
vinieron encima. Corrí hasta la puerta y bajé la escalera sin disminuir la
carrera hasta salir a la calle. Necesitaba ayuda para rescatar a mi amiga. Sus
padres no estaban y mi mamá se disgustaría al saber el tipo de fiesta a la que
concurría. Una idea tomaba cuerpo en mi mente: el gurka podría asistirme entre
ese grupo de borrachos. Llegué sin aliento a la casa de Samanta y me prendí del
timbre. Poco después Guille abrió la puerta.
—¡Gurka! ¡Me
tenés que acompañar para salvar a Sami! ¡Ponete el disfraz y traé la daga con
pintura!
El chico no se lo
hizo repetir. Enseguida volvió con su traje ensangrentado y el cuchillo de
utilería.
—Hay que
asustarlos, Guille. Como están todos ebrios, bastará con que entres gritando y
desparramando algunas puñaladas. Yo aprovecho la confusión y la saco a tu
hermana.
—Entendí —afirmó
el jovencito excitado por la aventura.
Nos detuvimos un
instante en la entrada para aquietar mi respiración y después entramos a la
casa. El ingreso del gurka fue triunfal. Esparció estocadas a diestra y
siniestra en tanto yo subía a la planta alta. Los gritos hicieron asomar a Goyo
y acompañantes fuera de la habitación, ocasión que me sirvió para tironear a
Samanta hacia la escalera. Abajo, el caos era total. Guille, consustanciado con
su personaje, aullaba como poseído y perseguía con el cuchillo a quien se le
pusiera a tiro. Tuve que gritarle: —¡Gurka! ¡Salgamos ya!
Sami,
estupefacta, no ofreció resistencia. Observó a su hermano plantarse delante de
ella para enfrentar a los que estaban reaccionando, hasta que los tomé del
brazo y los remolqué fuera de la casa.
—¡Corramos! —les
urgí.
Con ayuda del
gurka aceleramos el paso de Samanta hasta distanciarnos de algunos invitados
que nos perseguían. A salvo, le dije al chico: —Gracias, Guille, ni sir
Lancelot hubiera cumplido mejor la misión.
—¿Lancelot?
—pronunció el gurka, y se conectó a Internet.
No pude contener
una risa extemporánea ante el recuerdo, lo que me valió varias miradas de
censura por parte de las señoras que esperaban. Guille se abocó a investigar la
historia de la nobleza con tanto empeño que, poco después, se compró una espada
de plástico y organizó ceremonias para ordenar caballeros a sus amigotes.
También se empeñó en buscar una dama para ofrendarle sus hazañas y resulté yo
la elegida. No lo pude convencer de que optara por una de sus compañeritas de
grado y me persiguió a muerte para que le entregara una prenda para amarrar a
su arma. Calculo que mis negativas lo disuadieron porque, al tiempo, no me
fastidió más.
—¡Martina! —la
voz aguda de India me trasladó al año actual. Me abrazó y dijo calurosamente—:
¡el día en que no aparezcas levanto la exposición! Entremos que es más tarde de
lo que pensaba.
Un empleado
estaba abriendo la puerta de la sala y ella, después de agradecerle, se instaló
a la entrada para recibir a los invitados. Fui la última en ingresar y me puse
a circular por el recinto observando las distintas esculturas. Debo reconocer
que su arte estaba mejorando al incorporar nuevos materiales. Me detuve ante una
escultura de madera cuya forma me sugería una escalera de caracol trepando al
vacío. Impresionaba. Las representaciones abstractas eran su estilo y a mí me
costaba encontrarles sentido, pero estas creaciones estimulaban mi fantasía.
Así creí ver una góndola curvada sobre las olas, un ave retorciendo su cuerpo
como un tirabuzón, dos peces unidos por el cuerpo y devorándose la cabeza uno a
otro. Tétrico, me dije. Continué la recorrida y después me reuní con India para
tomar una copa acompañada de un bocadillo.
—Creo que aparte
de cumplir con papá asisten porque saben que van a comer — reflexionó.
—Gracias por lo
que me toca —dije tragando un bocado.
—¡A vos no! —se
rió—. Sos tan incondicional que vendrías aunque hubiese un terremoto. ¿Querés
que vayamos a cenar al fin de la exposición?
—No puedo. Noel
está en la conferencia de al lado y me espera a la salida. Quiere que le
presente al panelista.
—¿Y vos de dónde
lo tratás?
—Es un viejo
conocido —dije risueña, y le conté a grandes rasgos mi relación con la familia
Moore y la anécdota del gurka.
—¡Qué personaje!
—exclamó mi amiga con una carcajada—. ¿Y ese chico expone en la Feria?
—Ya no es un
chico, India —le aclaré, y por no desairar su invitación—: ¿qué te parece si
esperás a que satisfaga el pedido de Noel y después nos acompañás a cenar?
—Podríamos ir los
cuatro —consideró India.
—Si Guille no
tiene compromisos, ¿por qué no? —admití—. A vos no te desvela la diferencia de
edad: tiene veintiséis años.
—Sabés que me
gusta la carne tierna —dijo en tono travieso—. Y si tiene algún compromiso,
puedo convencerlo de postergarlo.
La miré y no pude
más que darle la razón. A sus treinta y dos, India no pasaba desapercibida a
la vista de ningún hombre con su metro setenta y cinco, su pelo negro hasta la
cintura y su físico espectacular. A su lado yo no existía. Nos habíamos
conocido tres años después de que me fuera a vivir sola en una de mis tantas
visitas al Centro Cultural Bernardino Rivadavia. Fue la primera exposición de
ella que presencié. Creo que yo miraba la escultura con gesto perplejo porque
se acercó y me preguntó: —¿Qué opinás?
—Nada —confesé—.
No me dice nada.
—Yo soy la autora
—se presentó—. India Lerner.
—¡Oh… encantada!
—dije sin inmutarme—. Tal vez podrías aclarar mi oscurantismo.
—A vos no te
manda mi papá —afirmó.
—No sé quien es
tu papá —garanticé—. Entré a la sala porque aquí vengo a matar el tiempo los
fines de semana y de vez en cuando encuentro muestras interesantes.
—No tuviste
suerte con ésta —manifestó.
Me encogí de
hombros: —No soy una entendida.
Ella largó una
risa divertida: —No te apenes. Me da gusto encontrar a alguien que no es afecta
a la adulación. ¿Cómo te llamás?
—Martina Vázquez.
—Hola, Marti —se
inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Un placer conocerte.
—Lo mismo digo
—aseguré y le devolví el beso.
Así comenzó
nuestra amistad. India me llevaba dos años y compartimos aficiones comunes:
salíamos juntas al cine, al teatro, a cenar y a caminar los fines de semana.
Desde que Sami había emigrado con su familia, no había forjado otra amistad
íntima. Si bien nos mantuvimos en contacto a través del correo electrónico y
ocasionales llamadas telefónicas, la distancia y las limitaciones económicas
que padecía y debía resolver cada día espaciaron la comunicación hasta
reducirla al saludo de fin de año.
India viajaba con
frecuencia a Europa e insistió varias veces para que la acompañara. Le expliqué
que me sentiría poco digna dependiendo económicamente de ella y ante mi
negativa inflexible no presionó más, si bien se dio el gusto de traerme de regalo
los perfumes por los que deliraba aunque no pudiera comprarlos.
A las ocho de la
noche despidió amablemente a los que se hallaban en la muestra y dejó el salón
a cargo del personal de seguridad para apostarnos en el ingreso a la sala D.
Eran las ocho y treinta cuando se abrieron las puertas y comenzaron a desfilar
los concurrentes. Tuvimos que esperar más de quince minutos hasta divisar a
Noel cuyo rostro se iluminó cuando me ubicó en la entrada.
—¡Marti! ¡La
conferencia fue excepcional! —me dijo con entusiasmo.
—Hola, Noel, yo
también tengo mucho gusto de verte —expresó India en tono displicente.
—Ah… India, ¿qué
tal? —le contestó distraído—. ¡No permitas que se te escape! —me exhortó a mí.
India esbozó una
mueca de irritación. No sé por qué ambos no se gustaban. Centré la atención en
la salida y me desentendí de uno y otro.
III
Desde mi
ubicación dominaba a la muchedumbre que iba accediendo al salón central.
Atrás caminaba un
nutrido grupo despaciosamente. El centro estaba ocupado por un hombre con traje
claro y camisa abierta en el cuello, escoltado por cinco jóvenes vestidos
formalmente. Dialogaba con gesto tranquilo con quienes se afanaban por
acercarse y hacerse oír. Era el gurka, sin duda. Miré al hombretón de semblante
reposado y pensé: “Cuánto has crecido,
Guille; si estás más alto que India. ¿Adónde quedó el desmañado y regordete
chiquilín que nos enloquecía con sus
bromas?” Cuando rebasó la posición adonde yo estaba sin
mirarme, recordé la recomendación de Noel.
—¡Gurka! —el
epíteto me nació del alma.
Se detuvo en
seco. Se volvió con lentitud y me clavó los ojos. Yo atiné a flexionar el brazo
y mover los dedos a modo de saludo. Mi mueca evasiva pretendió disculpar el
exabrupto. Quedamos enfrentados en medio de un silencio repentino, las miradas
de los presentes convergiendo en nuestras figuras. Su rostro se transformó al
reconocerme. La sonrisa complacida restableció la imagen que perduraba en mi
recuerdo adolescente. Se acercó a mí con los brazos abiertos.
—Milady… —murmuró mientras me estrechaba
contra sí.
Yo lo abracé en
medio de risas, desandando la barrera del tiempo al que me había arrojado el apelativo.
Me separó un poco, manteniendo las manos sobre mis hombros, para escrutar mis
facciones: —No has cambiado, milady
—afirmó al cabo y me besó en la frente.
—No es así,
Guille —me desasí para finalizar el show que estábamos brindando a los
curiosos—. Tengo treinta años, algunas canas, dejé de ser tu dama hace una
eternidad… —me interrumpí algo amoscada—, ¿por qué esa sonrisa de suficiencia?
Miró el bolsillo
superior de su traje donde asomaba la punta de un pañuelo. Lo observé con
detenimiento y creí reconocer el festón que lo bordeaba y la fracción de una
forma estampada. Lo levanté hasta que apareció el corazón. Terminé de sacarlo y
lo atesoré en mi mano.
—¡Me lo robaste…!
—acusé atónita.
—Necesitaba mi
prenda —se defendió— y no me la dabas.
—¡Te dije que la
buscaras entre tus pares! —me ofusqué—. Lamento dejarte sin ella, pero este
pañuelo es un recuerdo de familia —lo guardé en la cartera.
—Ya me lo
regresarás —declaró ignorando mi enojo—. ¿Y a qué debo la magia de tu
presencia?
Abrí los ojos. ¡Noel! Lo tomé del brazo: —¡Gurka! Tengo
que presentarte a alguien… —dije tironeándolo hacia donde esperaban India y
Noel —me siguió sin resistirse.
—Guillermo Moore
—les aclaré—, India Lerner y Noel Dupont —terminé la desprolija introducción.
—¡Trabajo en
sistemas y soy un seguidor de tus programas! —se atropelló Noel.
Guille le estiró
la mano y volteó hacia mi amiga: —Encantado de conocerte, India —declaró y se
inclinó para besarla en la mejilla.
—Lo mismo digo,
Guillermo —lo tomó del brazo—. Con Martina nos preguntamos si querrías cenar
con nosotros.
—Será un placer
—aceptó enseguida—. Permítanme despedirme de mis colaboradores —se alejó con
una sonrisa y la estela de admiradores por detrás.
—¡Es perfecto,
Marti! —dijo India deslumbrada.
—Estimo que es un
poco chico para vos —señaló Noel en forma desabrida.
—Tanto como vos
un aprendiz a su lado —le retrucó ella.
—¿Qué les pasa?
—exclamé—. Me voy a arrepentir de habérselos presentado.
—Es que
distorsionaste la finalidad del contacto científico —dijo Noel—. Te pedí un
acercamiento personal y lo transformaste en una salida social.
Sentí que me
arrebolaba de puro enojo ante la acusación injusta y abrí la boca para
contestarle. Me contuve porque Guille volvía y me miraba con expresión inquisitiva.
—¿Adónde vamos?
—preguntó, omitiendo nuestro silencio.
India volvió a
tomarlo del brazo: —como Noel desea agasajarte, a una parrilla de la costa que
apreciarás por el lugar y la comida. ¿Verdad, Noel? —le dedicó su sonrisa más
candorosa.
—¡Por supuesto!
—dijo el nombrado después de una ínfima vacilación—. Mi auto está a la salida.
Hacia allí nos
encaminamos. Adelante íbamos Noel y yo en silencio. Detrás, India y Guillermo
en risueño intercambio. Mi novio parecía tenso y yo no estaba de humor para
soportar su mal talante. Del mismo modo viajamos hasta la casa de comidas más
lujosa de la costanera. Me había llevado a ese lugar una sola vez, arguyendo el
excesivo costo del servicio. Como yo no podía colaborar con el pago, lo acepté
sin cuestionar.
—¿Y ahora qué vas a urdir, querido Noel?
Cuando quiere, mi amiga es malintencionada. Vas a tener que pagar para no quedar mal con tu venerado genio — me
dije con rencorosa alegría.
El asador Martín
Fierro estaba ubicado sobre la pendiente que daba al río. Las mesas, a las
cuales se accedía por el salón cubierto, sobre una plataforma rematada por una
escalinata que desembocaba en la zona de césped. Este espacio verde se extendía
hasta la baranda que cercaba el borde de la barranca. La noche se anunciaba
majestuosa y las primeras estrellas titilaban en el turquesa profundo del
cielo. Una fantasmagórica luna llena se iba corporizando a medida que el
firmamento se oscurecía. Ante semejante perfección, recuerdo que una extraña
congoja me oprimió el pecho. Deseaba disfrutar de ese horizonte sintiéndome
amada y nunca había estado tan lejos de Noel. Alcanzamos el exterior precedidos
por el maître quien nos ubicó en una mesa flanqueada por macetones
rectangulares. Las rejas labradas sostenían las perfumadas enredaderas que
separaban cada espacio ocupado, creando la ilusión de intimidad. India y yo
quedamos enfrentadas como así los dos hombres. India se dedicó a su acompañante
rivalizando con las preguntas que le dirigía Noel, y Guille se dividía con
inaudita paciencia. Yo me sentía sapo de otro pozo entre el interés de mi amiga
y de mi novio por el gurka. Después de ingerir la mitad de mi plato, me levanté
y anuncié que me iba a fumar. Noel estaba tan absorto con su invitado que ni
siquiera me echó una mirada de reconvención. Bajé la escalinata y me acerqué al
límite del predio. Encendí el cigarrillo y me apoyé sobre el pasamano de caño,
la vista perdida en la sinuosa corriente de agua. Un carguero de gran porte
navegaba lentamente por el medio del río y sus luces jugueteaban con el reflejo
de la luna. Me sentía sumamente vulnerable esa noche. Tal vez la belleza del
entorno que pedía ser compartida, o esa inexplicable sensación de carencia. El
pálido astro parecía estar tan cerca que estiré la mano para tocarlo. Una nube
solitaria lo veló por un instante desatando una brisa fresca que me hizo
tiritar y rodear mis brazos el uno con el otro. En ese momento, un peso cálido
cubrió mis hombros. Me volví con sorpresa para encontrarme con el rostro afable
del gurka.
—Guille…
¡Gracias! —acepté cerrando el saco sobre mi cuerpo.
—Siempre alerta
para socorrer a mi dama —declaró llevándose la mano al corazón.
—Si no fueras un
empresario exitoso diría que te quedaste anclado en el pasado —entoné con
ironía.
—Es tu culpa, milady. Verte y sentirme el protagonista
de Un yanqui en la corte del rey Arturo fue la misma cosa. Conservás la
frescura de los diecisiete y la misma fragilidad ante el frío.
—Pero crecimos,
gurka. Y vos te fuiste para arriba en todos los sentidos. Creo que superaste la
altura de tu papá.
—En
cinco centímetros. Sin embargo vos seguís siendo la misma friolenta que dormía
en el invierno con medias de lana y guantes.
—¿Y
vos cómo lo sabés? —pregunté con suspicacia.
—Porque
Sami te equipó con mis medias y mis guantes térmicos.
—Debías
tener una colección…
—Tal
cual. Y no me importó prestártelos porque eras muy tolerante conmigo —evocó.
IV
Sonreí.
¡Vaya si encubría sus diabluras! Aunque mis motivos no eran del todo
solidarios. Velaba por la concordia en la casa de mi amiga porque odiaba la
discordia de la mía. Las faltas del gurka alteraban a Sami hasta el paroxismo y
promovían interminables discusiones con su madre así que, cuando podía, las tapaba
e intentaba apelar a la cordura del chico. Para mi satisfacción, nunca incurría
en las mismas travesuras, mas las sustituía por otras.
—¿Cómo
están Samanta y tus padres? —me interesé.
—Los
viejos bien, y Sami transitando su tercer matrimonio.
—¡Oh!
¿Y a qué se debe tanta renovación?
El
gurka rió con ganas: —¡Nadie lo hubiera preguntado con tanta elocuencia! ¿Ves, milady? Siempre encontrabas las palabras
oportunas para disuadirme.
—Por
más que tu creatividad me superaba... —sonreí. Recuperé la seriedad—: ¿Sami es
feliz?
—Está
enamorada.
—¿Antes
no?
—Se
casó muy joven y se desengañó pronto. Calculo que buscó su segunda pareja
porque no toleraba la soledad. Dos años después estaba separada con solo
veinticinco años. Hace uno que conoció a un ingeniero canadiense, Darren Smith,
con el cual se desposó hace seis meses. Apuesto por él.
—El
éxito de la pareja no depende de uno solo —aduje—. ¿Adónde la dejás a ella?
—Adonde
no llegó en otras ocasiones, en la confianza de que este hombre tiene las
condiciones para construir juntos un futuro. Y en que está enamorada —reiteró.
—Mmm…
Parecés un experto en mujeres enamoradas —me reí—. No te ahorrabas burlas
cuando Sami y yo fantaseábamos con tener novio.
—Me
faltaba experiencia —alardeó.
—¡Ah…!
—exclamé en tono ambiguo.
—Esa
interjección suena descalificadora, milady
—expresó—. Puedo calibrar sin equivocarme a una mujer enamorada.
—¡Oh…!
—me impresioné—, ¿Y en que te basás?
—En
la mirada que le dirige a su hombre, en su actitud corporal cuando están
juntos, en la inevitable aproximación de sus manos si están en público —declaró
haciendo caso omiso a mi segunda interjección—. Por eso me pregunto cuál es el
vínculo que tenés con Noel.
—Estamos
comprometidos —afirmé casi desafiante.
—¡Ah…!
—me remedó—. Impresionan como muy libres en su relación, lo que favorece la
propuesta que pensaba hacerte.
Levanté
los ojos para escudriñar las pupilas ocultas por las sombras. Por un momento
tuve la impresión de estar frente a un extraño. Desconocía en esa figura
corpulenta a mi amiguito de la infancia tanto como en sus contundentes
aserciones. ¿Habría calculado el grado de afinidad que me unía a Noel? No hubo
miradas entre nosotros ni un acercamiento de manos. En cuanto a la actitud
corporal, si evaluaba mi fuga…
Esperé
a que me planteara su proyecto.
—Te
conté que Darren es ingeniero —principió—. Trabaja para la principal empresa
vial de Canadá y es enviado a supervisar contratos alrededor del mundo. Ahora
están en San Luis y, aprovechando mi estancia en Argentina, Sami insistió en
que fuera a pasar una semana con ellos y en que te buscara. Pensaba hacerlo
mañana, ya que no esperaba esta oportuna coincidencia.
—No
me hubieras encontrado en mi anterior domicilio —dije con recelo.
—No.
Pero en Florida 136 planta alta o Urquiza y Oroño, sí.
—¡Les
preguntaste a India o Noel! —lo acusé al reconocer la dirección de mi casa y mi
trabajo.
—¡Mujer
desconfiada! Lo averigüé antes de viajar. Mi equipo se ocupó.
—Hace
años que apenas tenemos contacto con Samanta —porfié.
—Pues
quiere renovarlo —alegó con tenacidad.
—Mirá,
gurka —precisé—. Aunque tuviese la posibilidad material de viajar, que no
tengo, debo cuidar el trabajo del que vivo. Gracias de todas maneras —me acordé
de corresponderle.
—No
tendrías que gastar nada —perseveró—. Iremos en mi auto y Samanta nos brindará
pensión completa.
—Aún
así, no me restan días de vacaciones ni puedo darme el lujo de pedir una semana
sin goce de sueldo —le rebatí.
Creo
que Guillermo inhaló aire para moderarse. Con estudiada calma me propuso: —Si
te dan esa licencia a cargo de la empresa, ¿vendrías?
La
probabilidad era de una en un millón, por lo que respondí: —Dado el caso, sí.
—¡Vale!
—exclamó—. Lo veré mañana.
Pensé
que se iba a llevar un chasco, tan confiado estaba. Me acordé de los dos que
quedaron en la mesa: —¡Guille! Es mejor que volvamos antes de que se acabe la
poca amistad entre India y Noel —exhorté.
—Se
celan mutuamente por vos —interpretó.
—No
esta noche. El objeto de su deseo es otro —reí. Le devolví el saco cuando
subíamos la escalinata—: Gracias. Ya se me pasó el frío.
—¿En
qué andaban ustedes? —inquirió mi amiga.
—Le
transmití a Martina una invitación de mi hermana para reunirse con ella en San
Luis —respondió el gurka. Se dirigió a Noel—: Como la casa es chica, lamento no
poder extender la oferta. En marzo vuelvo para atender a un cliente en avión
privado y te retribuiré con una visita a mi estudio. ¿Estás de acuerdo?
—¿El
de Boston? —articuló mi novio.
—El
único que tengo —asintió Guille.
—Es…
es fantástico —balbuceó Noel.
Yo
no lo podía creer. Ni siquiera preguntó cuándo, cómo, ni con quién me iría. Se
limitó a parlotear emocionado acerca del futuro viaje al santuario de su ídolo
informático y acaparó su atención el resto de la noche. India me echó una
mirada y se resignó a charlar conmigo. A la una interrumpí el diálogo de los
científicos:
—Muchachos,
lamento desconectarlos, pero ya es hora de volver a casa. Mañana es día
laborable.
Noel
asintió e hizo señas al camarero. Pagó la cuenta y le propuso a Guille mientras
caminábamos hacia el auto: —Si no es tarde para vos, reparto a las chicas y te
invito a tomar una copa en casa.
Intercambiamos
otra mirada con India.
El
gurka lo palmeó en la espalda con aire entusiasmado: —¡Me encantaría continuar
la charla! —Después, con gesto contrito—: ¿Te importaría, Marti? —el brillo de
su mirada desmentía el remordimiento.
V
—De
ninguna manera —dije con indiferencia—. Prosigan con su tertulia, nomás.
—Dejame
con Martina… —le pidió India a Noel.
Las
dos nos apeamos a la puerta de mi casa. Guille se bajó del auto para abrirnos
la portezuela, nos despidió con un beso en la mejilla y me recordó: —Nos
veremos luego.
Esperó
hasta que entráramos al edificio y partió con Noel. Subimos la escalera en
silencio y así ingresamos a mi departamento.
—Te
quedaste muda —observó India.
—¿Te
fijaste en que Noel no reparó en mí en toda la noche? ¿Y en que no reaccionó
ante la perspectiva de que me fuera de viaje con Guille?
—¿Vas
a ir? —se interesó por toda respuesta.
—¡No!
El gurka no sabe que se estrellará contra un analfabeto de la tecnología.
Bermúdez no debe saber quién es y plantearle una licencia extra le agravará la
gastritis. Es posible que lo despida con cajas destempladas y yo tenga que
soportar su irritación.
—No
es muy amigable de tu parte —opinó ella.
—¡Se
lo merece por soberbio! —exclamé enfadada—. Cree tener a todo el mundo a sus
pies. Otro, en su lugar, hubiese rechazado la invitación de Noel.
—¿Tantas
ganas tenías de echar un polvo? —Preguntó la fastidiosa mientras se ponía el
camisón que le había prestado.
Miré
su cara socarrona y me eché a reír. A decir verdad, ni siquiera lo había
pensado: —Solo me enfureció que hubiese preferido charlar con el gurka a estar
conmigo —aclaré mientras me vestía para dormir.
India,
tendida en medio de la cama y con el brazo flexionado para sostener la cabeza
con la mano, me miró con una sonrisa. Me acosté y la empujé hacia el borde:
—Correte, ¿querés? Y traducime esa tonta mueca que tenés.
—Verás
—enunció—, Noel no solo arruinó tu noche sino que también frustró la mía. Vos
debieras estar en esta cama con él y yo en el hotel con tu gurka.
—No
es de mi propiedad —dije torciendo el gesto.
—¡Ja!
—se atragantó—. Veo que no perdés los malos modales pero sí la perspicacia…
Como soy buena amiga, ya había decidido no desplegar toda mi artillería cuando
fui testigo del reencuentro.
—¿Por
qué lo decís? —pregunté sorprendida.
—Porque
pese a las malas artes de Noel, le hubiera desbaratado los planes si no me
importara perder tu amistad. Por si no te diste cuenta, Guillermo vino por vos
y en tal caso yo no me voy a interponer. Aunque dudo que variara su propósito…
—especuló.
—¡Estás
alucinando! —expresé escandalizada.
Se
puso seria y no apartó los ojos de los míos. Algo en su mirada me inquietó
obligándome a renunciar a la confrontación. Le di la espalda presa de la
confusión. ¿Qué insinuaba? Reviví el encuentro con el gurka y las emociones que
me sacudieron al rememorar mi lejana adolescencia. Sin embargo, la actual
imagen de Guille se empecinaba en sustituir al niño que deseaba recuperar para
mi sosiego. Evoqué la figura varonil, la mirada que nos conectó anulando la
distancia temporal, la fortaleza de su abrazo, la preocupación por mi
bienestar, su perseverancia para persuadirme de acompañarlo… y la deducción de
India cobró sustancia.
—¿Estás
bien? —preguntó mi amiga.
—No…
—dije sin volverme—. Tu sugerencia apunta a descompaginar mi vida. Sabés cuánto
me costó aceptar que Noel fuera dos años menor que yo. ¿Cómo asumir una
relación con alguien que pudiera ser…?
—¡No
sigas buscando figuras parentales! —me interrumpió India—. Esa manía por buscar
un papá debieras resolverla con un terapeuta.
—¡Que
pretenda que tenga diez años más no denota buscar un papá! —me ofendí.
—Y
que tenga cuatro años menos no significa que pueda ser tu hijo —subrayó—.
Apuesto a que ha tenido sexo antes que vos.
No
le contesté y me hizo cosquillas hasta arrancarme una risa histérica.
—¡Vamos,
confesá! ¿Cuántos años tenías?
—¡Veintidós!
—grité para que dejara de torturarme.
Se
apartó muerta de risa: —¡Sí que sos una milady!
¡El gurka se abriría las venas si supiera que podría haber sido tu primer
amante! A sus dieciocho ¡si habrán pasado mujeres por su cama!
—Un
verdadero metro sexual, ¿no? —me puse panza arriba y crucé la almohada sobre el
estómago para evitar que volviera al ataque.
—Es
posible, pero hétero. Viste bien y
con prendas de calidad. Igual su calzado. Y ni hablar de su colonia Chanel
—recapituló con aprobación.
—No
te perdiste detalle para haber renunciado a su conquista.
—A
los hombres los incorporo a mi base de datos aunque no estén disponibles. Nunca
se sabe cuándo pueden dejar de estarlo —declaró con desfachatez—. ¡Aunque al
tuyo no, amiguita! —se apresuró a puntualizar.
—¡Ah…
qué alivio! —suspiré—. Ahora puedo dormir tranquila que es lo que pienso hacer.
Buenas noches —dije, y apagué la luz.
—No
tan rápido, querida. Aún no agotamos el tema —me provocó.
—¿No
pensaste en que Guille padezca una obsesión? Es probable que solo quiera
quitarse las ganas de estar conmigo —elucubré.
—Liberate
de la duda —aconsejó—. Sin embargo creo que lo que busca es algo más que eso.
—Tu
análisis es parcial. Te olvidás que tengo una relación con otro hombre que en
cualquier momento formalizaremos.
—¡Con
más razón, Marti! A esta altura de nuestra vida no podemos equivocarnos
—perseveró.
—¡Vos
no lo querés a Noel! —interpuse.
—Dejando
de lado mi antipatía, vos te merecés algo mejor. Y si en esa búsqueda sufrís un
desengaño todo suma para mejorar una futura elección.
—Te
empeñás en confundirme… —murmuré.
Me
abrazó con fuerza: —Sos mi hermana por elección —dijo conmovida—. Quiero que
seas tan feliz como lo deseo para mí. Así que te pido que no te cierres a
ningún sentimiento aunque te sorprenda. ¿Me lo prometés? —preguntó con
ansiedad.
—Está
bien, pesada —dije restándole gravedad a su reclamo—. Y ahora dejame dormir que
mañana trabajo.
VI
Me levanté a
las ocho porque ese día entraba una hora más tarde. Dejé que India siguiera
descansando y salí después de desayunar. A las nueve menos cinco marqué la
tarjeta y ocupé mi puesto en la sección dedicada a la atención de clientes de
habla inglesa. Mi entrenamiento con la familia de Sami y los cursos posteriores
en el Instituto de Lenguas me habían permitido acceder a una posición mejor
remunerada que la de telefonista común. Noté un cierto revuelo en el ambiente.
—¡Así que te
lo tenías bien escondidito…! —fue el saludo con que me recibió Ivette, la
intérprete de francés.
La miré con
cara de no entender nada.
—¡A
Guillermo Moore! —me espetó como si yo fuera sorda.
—¿Está aquí?
—me sorprendí.
—Como si no
lo supieras. Preguntó por vos pero fue inmediatamente secuestrado por el
segundo de a bordo.
El tal
segundo de a bordo era Juanma, el hijo de Bermúdez, responsable del área de
cómputos de la empresa. Ese detalle no lo había tenido en cuenta. ¡Él sí
conocería a Guille! No quise seguir la charla y me coloqué los auriculares.
Estuve atendiendo llamadas hasta que Juanma y el gurka secundados por Lorena,
una compañera que dominaba varios idiomas, se plantaron frente a mí.
—¡Martina!
—me comunicó el hijo de Bermúdez— Lorena tomará tu lugar. Vení con nosotros,
por favor.
Me levanté
para recibir el saludo de Guille: —Hola, Marti —dijo y me endosó un beso en la
mejilla —, no pasé a buscarte porque debía dejar instrucciones a mi equipo
—como si yo lo hubiese cuestionado.
No le
contesté. Me limité a mirar a Juanma que nos observaba con una sonrisa
atontada.
—Vayamos
hasta el despacho de mi papá —reaccionó ante mi escrutinio—. Vas a tener una
grata noticia.
Le hurté los
ojos a Guillermo por no ver algún destello de triunfo en sus pupilas y caminé
junto a ellos hasta el estudio de mi jefe. El segundo de a bordo me abrió la
puerta con deferencia y me hizo un ademán galante para que entrara. ¿Es tanta
la influencia del gurka?, me pregunté. Por el rostro sonriente de mi superior
tuve que reconocer su ascendiente.
—¡Ah,
Martina, Martina…! —me regañó con benevolencia— ¿Cómo pensó que no le íbamos a
conceder unos días de licencia para acompañar a la familia de su novio?
Lo miré con
estupor y luego me volví hacia Guille. Él no me permitió contestar: —Es que me
hablaste tanto de la generosidad de Juanpa que no dudé en plantearle nuestro
pequeño dilema —me confió mientras cercaba mis hombros con su brazo y sus dedos
sacudían con disimulo la manga de mi blusa para que sostuviera la farsa.
Creo que mi
sonrisa era tan tonta como la de Juanma y Juanpa. ¡Llamar a Juan Pablo Bermúdez
por su nombre de pila abreviado…! Era una irreverencia para cualquier simple
mortal. Léase: empleado. Pero el gurka parecía estar exento de esa servidumbre
a juzgar por la expresión complacida de mi jefe. Me removí inquieta, sin saber
qué decir, con el rostro acalambrado por la mueca estereotipada.
—Debemos
irnos ya —declaró Guille al dúo—. Marti tiene que preparar la valija y yo
despedir a mi tropa —le estiró la diestra a Bermúdez que se la estrechó
calurosamente. Después se dirigió a Juanma: —Nos vemos en marzo, ¿eh?
El muchacho
se aturrulló y casi me derriba cuando se precipitó a darle un abrazo, accidente
que el gurka evitó sosteniéndome de la cintura con un brazo y respondiendo con
el otro al efusivo saludo de Juanma. Cuando estuvimos en la calle compuse mi
cara.
—¡Por Dios!
¿Tenés un Hércules para llevar a todos tus simpatizantes a Boston? —dije
malhumorada.
Él se echó a
reír: —Hasta ahora solo invité a Noel y a Juanma. Cuando se quejó de no haber
conseguido entrada para la conferencia usé este recurso que siempre da
resultado. Si el padre se hubiera negado a mi pedido el hijo lo hubiese
asesinado.
—Tus
seguidores son una secta —le solté.
—Así es, milady, y me aprovecho de ello para
conseguir lo que deseo —reconoció con desparpajo—. Te dejo en tu casa para que
vayas preparando el equipaje. Saldremos mañana a las seis si no te importa
madrugar.
Estaba tan
seguro de sí mismo que no pude evitar desafiarlo: —Todavía no acepté la
invitación —le aclaré.
Se detuvo y
me calibró con la mirada: —Lo hiciste anoche, ¿te olvidás? —me recordó con
tranquilidad.
—¡Me tomaste
desprevenida! —lo culpé—. Además estaba segura de que Bermúdez se iba a negar
—dije enfurruñada.
—No creí que
ibas a incumplir una promesa —expresó con aire pesaroso—. Sami se sentirá
defraudada.
—¿Ya le
avisaste?
—Como estaba
seguro de que te autorizarían la salida la llamé anoche y mañana nos esperaba
para el almuerzo —tenía el mismo gesto contrito que exhibía cuando le
reprochaba su vandalismo infantil.
—Está mal
que me manipules por el lado de la culpa… —murmuré.
—Marti…
—argumentó tomándome de los hombros—, no te vas a arrepentir. Es cierto que
Samanta tiene muchos deseos de reencontrarse con vos. Y también que yo aspiro a
compartir unos días en tu compañía.
Sus palabras
y su acento estaban muy lejos del arrogante empresario que confiaba en sus
prerrogativas. Es posible que su tono emotivo me reblandeciera, por lo que me
encontré diciendo: —Está bien, todo sea por no decepcionar a Sami.
No cometió
el error de mostrarse triunfante. Asintió con formalidad y me propuso: —después
de que se vayan mis colaboradores, te paso a buscar para cenar.
¡Lo que
faltaba! Que dispusiera de mi tiempo y mis elecciones.
—Te espero mañana
a las seis. Por si te olvidaste, debo despedirme de Noel.
Esta vez sus
pupilas verdosas se oscurecieron. No dijo nada y viajamos en silencio hasta mi
departamento.
—Chau,
Guille —me despedí al bajarme del auto—. Que pases una buena noche.
VII
Era temprano.
Lavé varias remeras y dos pantalones que deseaba llevar, revisé el guardarropa
y separé algunas prendas para acondicionar. Cerca de mediodía me preparé un
refrigerio y después llamé a Noel que estaría en la hora del almuerzo.
—Hola, Noel
—le dije no bien atendió—. Cenemos juntos esta noche para despedirnos porque
mañana a las seis salimos con Guille para San Luis.
—Eh…
—vaciló—. Me temo que no podremos vernos. Esta noche tengo una cena de trabajo
muy importante.
—Bueno —dije
confundida—. Vení a dormir al departamento después.
—Es que uno
de los inspectores se va a alojar en mi casa… —explicó al cabo de una pausa.
No sé por
qué me sonó como un pretexto. Apremié persuasiva: —Que lo albergue otro. ¿Nos
vamos a perder la despedida?
—No me puedo
negar, Marti. Ya está todo arreglado.
Reaccioné.
¿Desde cuando le rogaba a un hombre para que ocupara mi cama? Manifesté:
—Entonces, será hasta la vuelta.
—Sí, querida
—parecía aliviado por mi falta de insistencia—. Cuando vuelvas nos
resarciremos.
Dejé el
teléfono en la base y me quedé pensativa. Si bien Noel no era un amante muy
apasionado, en otro momento no hubiera rehusado la oportunidad de estar a solas
antes de una ausencia. Me pregunté si habría otra mujer en su vida e intenté
analizar mis sentimientos ante esa posibilidad. ¿Qué me pasaba? Ni siquiera me
generaba inquietud. ¿India tendría razón y yo debiera sincerarme acerca de la
relación? El timbre me sobresaltó. Atendí el portero.
—Marti… —era
la voz de India—, ¿estás sola?
—Pasá —dije,
y oprimí el botón de acceso al edificio.
Me alegró
que viniera. Tendría alguien con quien compartir mi zozobra. Le abrí la puerta
cuando jugueteó con sus nudillos sobre la madera y nos dimos un beso de saludo
en silencio.
—Te llamé a
la oficina y me dijeron que te habías retirado, así que decidí pasar por tu
casa. ¿A qué se debe esa cara de velorio? —preguntó mientras dejaba el bolso
sobre un sillón.
Me encogí de
hombros. Me sentía insustancial. Ninguna emoción me rozaba: —¿Querés un café?
—le ofrecí.
—Sí. ¿Te
despidieron del trabajo?
—¿Cómo se te
ocurre? —formulé escandalizada.
—Debía
despertarte de tu inercia, y como sé que tu trabajo es sagrado… —dejó la frase
sin terminar.
—Noel acaba
de rechazar la propuesta de pasar la noche conmigo a pesar de que le anuncié
que mañana viajo con el gurka —dije de un tirón.
—¡Marti! ¿Te
vas con Guille? ¡Es fenomenal! —exclamó omitiendo la primera parte de mi
discurso—. Ya sabía que Bermúdez no se opondría a su pedido —afirmó con
jactancia.
—Se diría
que lo conocés de toda la vida —comenté con desánimo.
—¡Estás de
malhumor, amiguita, y tendrías que estar saltando en una pata! —me alentó.
—¿Escuchaste
lo que dije de Noel? —insistí.
—Escuché.
Sabe que no le vas a reprochar que cuide su trabajo y que por eso lo
disculparás —su voz sonó parsimoniosa.
—Detesto ser
tan transparente —murmuré.
—¡Basta de
auto conmiseración! —me exigió India—. ¿Qué tenés planeado para el resto del
día?
—Planchar la
ropa que me voy a llevar y rumiar el desinterés de Noel —dije mohína.
—¡Ni loca!
Tengo entradas para el preestreno de Her. Planchás cuando volvamos —dispuso
autoritaria.
Accedí
porque sabía que no me iba a librar de ella. La película me gustó y después
fuimos a merendar a la confitería Havanna adonde, frente a una deliciosa
porción de torta, participé a India de mis sospechas.
—¡No lo
creo, Marti! No le da el cuero para simular. Además, ¿adónde encontraría otra
mujer hermosa y talentosa como vos?
Me causó
gracia su adhesión amistosa y me largué a reír. India me imitó y no hablamos
más del asunto. Se concentró en el estreno, o así me pareció al principio:
—Linda historia la que vimos, ¿no te parece?
—Un planteo
muy actual a pesar de su ambiente futurista. La tecnología tiende a exacerbar
la individualidad y retraer el contacto humano —opiné comprometida con mi fobia
a las relaciones virtuales y telefónicas.
—Ya sé, ya
sé… Odiás las redes sociales y evitás hablar por celular, por lo cual debieras
reconocer el mérito de Guillermo al venir a buscarte en persona siendo que es
un tecnólogo —apreció.
—India —dije
con paciencia—, anoche dimos por terminada esta charla. Voy a viajar libre de
prevenciones, dispuesta a reencontrarme con mi amiga de la infancia.
—Y a olvidar
a tu nueva amiga, ¿eh? —se lamentó.
Ni le
contesté. A India le gustaba dramatizar, tal vez por su inclinación artística.
Le hice un gesto de burla y le anuncié que estaba en horario de retomar mis
labores domésticas: —Tengo que ir a planchar y preparar la valija.
—¿Vas a
cenar con Guille?
—¿Cómo se te
ocurre? —me desconcerté.
—Imaginé que
te invitaría —me miró provocadora.
—Para tu
conocimiento, sí me invitó. Pero le dije que tenía que despedirme de Noel
—aclaré con petulancia.
—Bueno,
ahora lo podrías llamar y aceptar la cena…
—¿Y
explicarle que Noel me repudió…? ¡Nunca! —exploté.
—Entonces
cenaremos juntas —dijo India sin darle trascendencia a mi humor—. Mientras
preparás tu valija, encargo la comida y después te vas a dormir temprano.
Pensé que
debía tomarme las cosas con tranquilidad. Parecía que todo el mundo quería
decidir por mí. Bueno, por todo el mundo me refería al gurka y a India. A ella
la disculpaba porque lo hacía en nombre de la amistad. A él, prefería no
pensarlo. De modo que me sosegué, le pedí a India que me ilustrara acerca de
Merlo ya que ella conocía todos los rincones de Argentina y charlamos
animadamente hasta las ocho.
Después de
acondicionar la maleta comimos juntas y a las once me acosté. Pese a mis
aprensiones descansé con placidez lo que acrecentó mi buen humor mañanero. Ya
estaba lista cuando Guille tocó el timbre a la hora estipulada.
VIII
—¿Entro a
cargar la valija? —preguntó.
—No hace
falta. Yo la bajo —repuse.
Cuando salí
del ascensor, lo vi esperando detrás de la puerta de vidrio. Estaba en jean y
remera y calzaba zapatillas. Y seguía sin ajustarse a la imagen de chiquillo que
me tranquilizaba. Recibió el equipaje apenas abrí, y me saludó con el
infaltable beso en la mejilla:
—Buen día, milady, lamento haber turbado tu sueño
—dijo con una sonrisa.
—Estás
disculpado —le contesté—. Hace tanto que no salgo de vacaciones que madrugaría
hasta para ir a Carcarañá.
—¡Oh…!
¿Ningún caballero te ha invitado?
Lo miré con
gesto adusto. ¿Quería arruinarme el viaje? Noel nunca me llevaba a sus
repetidas escapadas al sur adonde vivía su hermano porque, siempre reiteraba,
se dedicaban a la pesca de truchas y yo me aburriría. De modo que, como mi
presupuesto era escaso, solo cruzaba a la isla por las mañanas antes de que la
invadiesen los rosarinos. Al mediodía estaba de vuelta, me duchaba, comía algo
liviano y dormía una siesta. Por la tarde salía con alguna amiga o concurría a
los distintos espectáculos gratuitos que promocionaba el municipio. Vacaciones de pobre me enrostraba India
para molestarme cuando me negaba a compartir alguno de sus viajes. Yo era así:
pobre, porfiada y orgullosa.
¿Y ahora?,
preguntó una fastidiosa vocecita interior. ¡Es por Sami!, le contesté y no me
cuestioné más. Guille debió haber interpretado mi ceño porque no siguió con la
agudeza. Metió la valija en el baúl y abrió la portezuela para que me acomodara
en el lugar del acompañante. Subió y, antes de poner el auto en marcha,
descansó el brazo sobre el volante y se volvió hacia mí. Me dirigió una mirada
intensa, cargada de interrogantes que no quise discernir para que no me robara
la calma. Aparté la vista de su rostro y pensé que los años le habían dado
carácter a sus facciones armoniosas. El gurka se había convertido en un hombre
atrayente. Se enderezó y arrancó con suavidad. Ahí le presté atención al
interior del auto. Era tipo camioneta, con dos filas de asientos traseros y
tenía el tablero como un avión, lleno de luces indicadoras y la pantalla del
GPS. Se deslizaba con una mínima vibración.
—¡Qué
hermoso coche! —exclamé—. ¿De qué marca es?
—Mercedes
—respondió.
—¿Lo
alquilaste?
—Lo traje
—sonrió.
—¿Desde
Boston? —me asombré—. ¿Cómo?
—En avión de
carga —me explicó con paciencia.
—¿No era
menos costoso alquilar uno? —insistí.
—Cierto.
Pero estoy familiarizado con él y sabía que tenía que viajar.
—¿No podías
haber alquilado uno similar? —volví a la carga.
—No creo, Marti.
Es muy costoso —aclaró.
—¿Cuánto?
—quise saber.
—Ciento
setenta mil dólares —dijo sin alarde.
Me quedé
muda. Casi dos millones de pesos nuestros. Yo tendría que ahorrar mi sueldo
completo durante veinte años para juntarlos. ¿Tanto progresaste, gurka? Bien por vos. Pero sentí una desazón
amarga al comprobar en forma concreta la brecha económica que nos separaba. Él
pertenecía a una minoría donde mi salario era despreciable. ¿También explotaba
a sus empleados como otros oligarcas?
—¿Qué pasa, milady? —preguntó como si captara mi
pensamiento.
—Nada
—expresé con desaliento y giré mi rostro hacia la ventanilla sin ánimo de
charla.
La ruta
estaba despejada y llegamos a Villa María en dos horas y media. Guille intentó
establecer una comunicación pero desistió ante mis monosílabos. Al entrar a la
ciudad me propuso: —Vamos a hacer un alto antes de Merlo, ¿te parece bien?
Me encogí de
hombros. Estaba enojada porque había puesto en evidencia el insustancial valor
de mi esfuerzo para ganarme la vida. Recién cuando me quedé a solas en la mesa
del parador, mientras él buscaba un refrigerio para ambos, caí en la cuenta de
lo ridículo de mi rabieta, como si lo hiciera responsable de mi mediocridad.
—Café con
leche y medialunas dulces y saladas —dijo apoyando la bandeja sobre la mesa.
Se sentó
enfrente de mí y me alcanzó un pocillo mientras ponía la fuentecita con
facturas en el medio. Sus ojos buscaron los míos en una pregunta implícita que
verbalizó cuando yo los aparté: —Algo te molestó, Martina. Quiero saber qué es
—pidió con gentileza.
—No te lo
puedo decir… —murmuré avergonzada de mis contradictorios sentimientos.
Estiró el
brazo hasta encontrar mi mano que descansaba sobre el mantel y la alojó entre
la suya: —Vamos, milady, que no haya
ambigüedades entre nosotros. Puedo escuchar cualquier cosa que digas —reclamó
con voz grave.
Levanté la
mirada hacia sus pupilas francas y dije de un tirón: —Es que vas a pensar que
soy una resentida y por un momento lo fui cuando me dijiste el precio de tu
auto y yo calculé que necesitaría veinte años de trabajo para llegar a esa
suma. Sentí que mi ocupación no valía nada —terminé abochornada.
Apretó mi
mano e intentó consolarme: —tu trabajo vale como cualquiera, Marti, pero el
mercado laboral se maneja por la oferta y la demanda. Tengo entendido que hay
mucha desocupación en este país y por eso los sueldos son bajos.
—¿Les pagás
bien a tus empleados? —disparé.
—Estimo que
sí —sonrió—. Podés preguntarles cuando los veas.
—Bueno,
dejemos el tema. Ya se me pasó —dije para tranquilizarlo—. Si me soltás la
mano, voy a poder tomar mi café.
Se largó a
reír y me liberó. Nos comimos las medialunas y retomamos el viaje. El silencio
inicial fue reemplazado por una charla intimista adonde cada cual se apropió de
las vicisitudes y logros del otro. Al confiarle mi historia me hice cargo del
precio que tuve que pagar por mi independencia, cuya resultante fue renunciar a
una carrera que me prometería un futuro mejor. Sentí que no me arrepentía de
esa decisión y me animé a pensar que aún estaba en condiciones de encarar un
proyecto de estudio. Guillermo, contradiciendo mis prejuicios, no se vanaglorió
de su fama ni prosperidad. El hombre sensible que se expuso a mi reconocimiento
privilegió los afectos sobre el trabajo. Habló del apoyo de sus padres y hermana,
de la satisfacción por ver que Sami encauzaba su vida, del aprecio que sentía
por su cuñado, de la lealtad de sus empleados, de los amigos que había hecho a
lo largo de los años. Un nuevo individuo desvanecía la imagen del gurka y se
revelaba a mi conciencia como una figura inquietante. Tenía más de caballero
andante que de sicario. ¿Habría yo contribuido a su transformación esa lejana
noche del cumpleaños?
Antes del
mediodía, estacionó el vehículo delante de una casa de dos plantas rodeada por
una verja blanca.
—Llegamos, milady —me anunció.
Lo tomé del
brazo y me enfrenté con su mirada interrogante: —Hagamos un trato —le dije—. Yo
no te llamo más gurka ni vos a mí milady.
Me contempló
casi con pena. Acarició mi rostro con suavidad y asintió: —De acuerdo. Pero no
te enojes si en alguna ocasión se me olvida.
IX
Demoró sus
dedos sobre mi mejilla y sus ojos en los míos. Se inclinó lentamente y por un
momento desvarié con que iba a besarme. Un grito imperioso nos sacó de la
inercia: —¡Marti! ¡Martina! ¡Amiga…!
Miré
aturdida en dirección a la casa y divisé la inolvidable imagen de Samanta
corriendo hacia el coche. El pelo rubio ondeaba detrás de ella en tanto la
verja se abría hacia el interior del parque. Destrabé el cinturón de seguridad
y me lancé del auto. Troté al encuentro de Sami hasta que tropecé con una raíz
y aterricé en el césped aparatosamente. Mi amiga, riendo, se desplomó a mi lado
para abrazarme. Así rodamos, a pura carcajada, encimándonos en las preguntas,
confesándonos cuánto nos habíamos extrañado. Agotadas, quedamos tendidas de
costado, con manos y pupilas unidas en la sonrisa perenne del reencuentro.
—Pensé que
no iba a encontrar otro ejemplar como mi mujercita —manifestó en inglés una
agradable voz varonil.
Levanté la
mirada y me topé con el rostro afable de un hombretón de pelo rojo, al menos
diez años y diez centímetros más que el gurka. Me agradó no más verlo. Tendió
una mano hacia mí y otra hacia Sami y nos levantó como si fuéramos inmateriales.
—¡Darren!
¡Ella es Marti! —exclamó Samanta.
—Si no me lo
decías, no lo hubiera imaginado —dijo con placidez—. Encantado de conocerte,
Marti —declaró y me dio un abrazo—. Desde que llegamos Sam me ha deleitado
hablándome de ti.
Me causó
gracia su declaración: —Querrás decir que te aturdió —enmendé con una sonrisa.
Habíamos
pasado del castellano al inglés y supuse que el marido de Sami no hablaba
nuestro idioma. Yo me sentía cómoda tanto con una lengua como con la otra.
Guille se acercó y abrazó a su hermana: —Hace medio año que no nos vemos, desamorada
—la regañó al besarla.
Ella se le
colgó del cuello y le dio varios besos: —¡Te los merecés por haber traído a
Marti! Y ahora entrá el auto así se refrescan antes del almuerzo.
Entre ellos
se hablaban indistintamente en ambos idiomas, cosa que no parecía importarle a
Darren. Se nos adelantó y cuando entramos en la casa estaba cerrando el portón
automático después de que Guille introdujo su vehículo.
—Dile a Bill
que suba las valijas —le indicó Sami—. Yo la acompaño a Marti a su habitación.
Subimos a la
planta alta adonde se abrían cinco puertas al pasillo. Recordé la excusa de
Guille para no invitar a Noel y no pude evitar una sonrisa. Dejé el bolso sobre
la butaca y me volví hacia la entrada del dormitorio. Samanta estaba apoyada
sobre el marco de la puerta con los brazos cruzados y me miraba con atención.
—¡Estás
igual, Marti! El tiempo no pasa para vos —afirmó con naturalidad.
—No creas.
Si te fijás bien, ha dejado sus huellas sobre mí —alegué.
—No tanto
como en mí —torció el gesto—. Debí salir morena como mamá y no rubia como papi.
Así Guille estaría un poco más calvo y yo menos ajada —consideró.
—No creo que
al Colorado le importe —dije riendo.
—No.
¿Verdad? He sido afortunada, Martina —expresó ilusionada—. Después de dos
fracasos creí que la vida en pareja no era para mí. Y apareció Darren para
enamorarme y darme la certeza de que podía aspirar a una familia propia. Y vos,
Martí, ¿en que andás? —preguntó con vivacidad.
—Noviando
desde hace varios años —respondí.
—No parecés
muy entusiasmada —juzgó.
—Es que son
años… —dije con despreocupación y rogando que no insistiera.
La llegada
del gurka cargando mi valija lo impidió.
—¿Adónde la
dejo? —preguntó.
—Sobre la
cama —me apresuré a indicar—. Si me permiten pasar al baño, en minutos estaré
lista para bajar.
Los hermanos
asintieron y me dejaron a solas. Respiré aliviada. Supuse que Sami retomaría en
otro momento el tema de mi noviazgo, pero ya estaría yo preparada. Lavé mis
manos y mi cara, pasé el peine por mis cabellos y abandoné el cuarto. Abajo
esperaba el resto del grupo para almorzar. Samanta nos deleitó con su pollo al
horno aderezado con variadas guarniciones, ensaladas y un postre delicioso para
el final. Después nos acomodamos en la galería para tomar un café y charlar. Yo
estaba distendida, disfrutando del lugar y la compañía. Sami se opuso
decididamente a que la ayudara: —Hoy sos la agasajada.
—¿Cambiaron
de residencia? —le pregunté a Guille con tono candoroso mientras la pareja
preparaba la bandeja en la cocina.
Por un
momento me miró sorprendido, después largó una carcajada: —No vas a negar que
fue una excusa impecable.
—Sobre todo
para un fanático que en lo único que reparó fue en conocer el templo de su
divinidad —dije sin rencor.
—Marti
—pronunció con calma—, no me reproches el egoísmo de querer disfrutarte sin
interferencias…
Buscó mis
ojos que aparté para no ceder a su mirada sugerente. Sus palabras iban
trasponiendo fronteras que me perturbaban, porque supe cómo hablarle al niño
revoltoso pero no atinaba a manejarme con el hombre osado. Mi mente se
obstinaba en analizar el significado del mensaje que no acordaba con mi calidad
de mujer comprometida. La aparición de los Smith con las infusiones me apartó
de esta consideración.
—¡Hace un
día espléndido! —expresó Sami—. Como han viajado varias horas, les propongo que
descansen un poco y después podremos disfrutar de la pileta. ¿Qué les parece?
—¿Tienen
pileta? —pregunté entusiasmada.
—Sí. Después
del café les mostraré toda la casa —aseguró mi amiga—. En esta localidad no hay
muchos ríos, solo arroyos plagados de piedras y saltos que forman hoyas
naturales. Pero el ruido del agua al correr entre las rocas es un sonido
musical y sedante. Para nadar, la piscina —afirmó sonriente.
—Yo acepto
tu sugerencia, hermanita —abonó Guillermo—. Y creo que a Marti le vendrá bien
una siesta; la hice madrugar. ¿Verdad, milady?
Ese tono
protector que buscaba complicidad me rebeló. Me encontré diciendo: —Yo estoy
bien, prefiero disfrutar de la pileta.
Pesqué una
mirada que intercambiaron los dos hombres pero me hice la distraída. Terminamos
de tomar el café y Samanta nos guió por el exterior de la residencia. Detrás de
la casa se extendía una piscina de tamaño suficiente para nadar con comodidad
en cuyos amplios bordes se apoyaban tres reposeras. El césped que la rodeaba
descendía hasta un macizo de arbustos y árboles corpulentos bajo los cuales
descansaban una mesa de hierro blanca y seis sillones del mismo material. Entre
los matorrales dispersos como al descuido, enredaderas y flores de variados
colores. Ese rincón encantador no se veía desde el frente de la casa y estaba
rodeado por un seto verde cuya altura le proporcionaba privacidad con respecto
a las viviendas linderas. Después pasamos al interior de la casa. En la planta
baja, una sala amplia rodeada de ventanales, la cocina, un baño y dos
habitaciones. Terminamos en la planta alta adonde estaban los dormitorios.
Guille y Darren se despidieron y nosotras nos fuimos a poner las mallas. Me
recogí el cabello con una hebilla y bajé a encontrarme con Sami. No era la hora
adecuada para exponerse al sol pero nos embadurnamos con filtro solar y, confiando en el
benigno clima de Merlo, retozamos en la pileta hasta las cuatro. Samanta había
traído el equipo de mate y unas masitas caseras de nuez que saboreamos bajo los
árboles.
—Estoy asombrada por tu afición a la
cocina —dije catando los bizcochitos.
—Es mi pasatiempo cuando Darren está
fuera de casa —manifestó—. Le preocupa que salga sola mientras está trabajando,
así que para no inquietarlo me
distraigo cocinando.
—¡Estás
entregada! —me reí.
—Ya vas a
ver cuando te toque… —me vaticinó—. Pero ahora que vinieron podremos explorar
los alrededores con o sin los hombres —dijo con entusiasmo.
—¿Tu Colorado
confiaría en mí? —dudé.
—Te apuesto
que sí. Aunque de seguro mi hermano nos acompañará —afirmó con una sonrisa intuitiva.
Ignoré su
comentario y le anuncié: —me voy a tirar un rato en la reposera. ¡Me agarró una
fiaca…!
Insistió en
que volviera a untarme con el ungüento y dijo que ella se quedaría a la sombra.
Con un suspiro de alivio me tendí en la poltrona y me quedé dormida.
X
Un leve roce
sobre la mejilla me fue sacando del sueño profundo. Abrí lentamente los ojos y
entreví sin sobresalto el rostro del gurka inclinado sobre mí.
—¡Al agua,
patito! —dijo divertido—. Te estás asando de un solo lado.
—¿Eh? Oh…
—atiné a balbucear en mi letargo.
—¿Te ayudo?
—hizo ademán de levantarme en sus brazos.
Eso me
despabiló del todo. Me senté tan rápido que la reposera se cerró sobre mi
cuerpo y tuve que aceptar la ayuda de Guille para salir de la trampa.
—No sé de
que te reís —le dije ofendida cuando estuve de pie.
—Es que
parecías un bocadillo entre las fauces de un cocodrilo —precisó sin abandonar
la risa.
Samanta y
Darren corrieron hacia nosotros: —¿Te lastimaste? —se alarmó mi amiga.
—Solo mi
orgullo —dije cabizbaja.
—Martina…
—Guillermo se me acercó afligido—. No te ofendas, querida. ¡Es que estabas tan
graciosa!
Lo fulminé
con la mirada y me lancé al agua. Por suerte fue una zambullida impecable, que
me reivindicó internamente del anterior papelón. Detrás de mí se tiraron los
demás y poco después, como si nada hubiera pasado, estábamos jugando con una
pelota inflable que Sami y yo, casi siempre, hurtábamos a los varones mediante
argucias estrictamente femeninas. A las seis, Guille salió del agua y renovó la
yerba y el agua del termo para seguir con la mateada. Nos envolvimos en los
toallones que habían traído los muchachos y nos congregamos alrededor de la
mesa sombreada por los árboles.
—¿Cómo está
Isa? —preguntó Sami.
Isabel es mi
mamá. Pegué un respingo al caer en la cuenta de que no la había puesto al tanto
del viaje: —¡Bien! Pero deberé escuchar sus reproches cuando la llame para
avisarle que no estoy en Rosario —dije pesarosa.
—Llamala
desde la casa así le das tiempo para que se descargue y no te agote el crédito
del celu —rió mi amiga.
—Eso haré
después de una ducha energética —asentí.
También
pensé en que debía llamarla a India. Se lo debía por la compañía que me había
brindado. Sorbí el mate y se lo devolví a Guille con un “gracias” para
indicarle que era el último.
—¿Me
perdonaste? —preguntó demorando sus dedos sobre los míos al tomar el
recipiente.
Estábamos
inclinados el uno hacia el otro y parecía no tener intenciones de aflojar el
apretón. Sus pupilas tenían la profundidad de un mar tempestuoso. No me arredré
y le contesté con frescura: —Sí, niño. Solo por ser el hermano menor de Sami
—liberé mi mano y me incorporé escuchando su risa baja—: Me voy a bañar
—anuncié a los presentes—, y a comunicarme con mi madre.
—¡Suerte! —gritó
Samanta a mis espaldas, pues ya estaba en camino hacia la casa.
Atrás,
Darren largó una carcajada y supuse que le hacía una broma al gurka porque
escuché las risas del trío. Bueno, pensé, que se diviertan aunque sea a mi
costa. Me di una larga ducha y cubrí todo mi cuerpo con crema para aplacar los
efectos del sol. Elegí una solera sin breteles que evitaría roces sobre mis
hombros ardidos y me acomodé sobre la cama para llamar a mamá. La charla fue
larga y, para mi sorpresa, se interesó más en mis amigos que en sermonearme.
Corté la comunicación con la promesa de llamarla regularmente. Después le hablé
a India.
—Hola… —su
modulación cadenciosa era inconfundible.
—¡Amiga!
—exclamé contenta—, creí que no te iba a encontrar.
—¡Marti! Si
no me llamabas te declaraba persona non grata —me informó. Luego, ansiosa—:
¡Contame…!
—El viaje,
sin incidentes. La casa, un sueño. Mi amiga y su marido, encantadores. Acabo de
darme un baño y ya hablé con mi mami —le relaté en forma concisa.
—Parecés TN
dando los títulos de las noticias —alborotó—. ¡Detalles! Quiero detalles…
—Eso es
todo. ¿Qué pretendés en tan pocas horas? Aún no hicimos ningún paseo, solo
aprovechamos la pileta —reiteré.
—¿Y
Guillermo? —preguntó después de un silencio.
—Bien —dije
en tono neutro.
—Quiero
decir cómo te sentiste —amplió su interrogatorio.
—Normal
—aseguré.
—¡Ayayay…!
—exclamó—. ¡Cómo quisiera estar ahí para leer en tu rostro los signos de la
verdad!
—No te estoy
mintiendo —precisé con calma.
—Vayamos a
otra cosa, porfiada —arremetió—. Contame cómo es la casa.
—Moderna y amplia.
Rodeada de verde y con una piscina fabulosa.
—¿No era que
no había espacio? —inquirió la memoriosa.
—Bueno, a lo
mejor Guille lo presumió —traté de restarle importancia.
—¡Ja! A lo mejor se quería sacar al rival de
encima —me rebatió.
—India… —le
advertí—, si seguís con esas insinuaciones aquí termina la conversación.
—¡No dije
nada, no dije nada! —aseguró riendo—. Vamos, quiero saber cómo fue el
reencuentro con Sami —su voz se había suavizado.
—Como volver
a tener diecisiete años —dije soñadora—, como si tan solo nos hubiéramos visto
ayer.
—¡Oh, Marti!
¡Cuánto me alegro! ¿Ves? Te hubieras llevado la tableta que te ofrecí y ahora
podría estar mirando tu cara de felicidad.
—Era
demasiado compromiso, India. Estaría pendiente de que no me la robaran —señalé.
—Me
conformaré con que me hables todos los días para compartir tus andanzas —se
resignó.
—¡Hecho!
Ahora te dejo porque ya les he gastado demasiado el teléfono —dije con
prudencia—. ¡Chau, India!
Me calcé las
sandalias, cepillé mi pelo y bajé para ver en qué estaban los demás. Abajo no
había nadie así que me llegué hasta la piscina. Desierta. Se estarán duchando,
pensé. Volví a la galería y me senté en uno de los sillones confortablemente acolchados.
El ocaso arrebolaba el cielo límpido y algunas estrellas parpadeaban con
timidez. Una brisa fresca mitigaba el calor de mi piel y el silencio del
entorno, solo poblado por el tardío piar de los pájaros, acallaba cualquier
ansiedad de mi mente. Cerré los ojos para concentrarme en ese oasis de sosiego.
—Bajo el sol
o el atardecer te ves siempre hermosa, bella durmiente.
La voz
apagada del gurka adulto suspendió ese estado alterado de la conciencia al que
me había deslizado para instalarme de nuevo en la realidad. Abrí los ojos.
—No estaba
durmiendo. Estaba gozando de un momento de quietud que vos interrumpiste— le
aclaré sin resentimiento.
—No te
quejes. Te dejé un buen rato porque me regalé los sentidos observando tu
plácido abandono —dijo con desenfado mientras se acomodaba en otro sillón.
Curvé el
cuello hacia donde se había ubicado y le obsequié una sonrisa apacible. Tenía
una notebook apoyada sobre las piernas, aún sin abrir. Me examinó
reflexivamente: —Estás cercana esta noche… —murmuró.
Me enderecé
y fijé la vista en el cielo. Las sombras habían avanzado ocultando los ojos y
el rostro de Guillermo. La oscuridad afectaba mi equilibrio interior. Agudizaba
esa sensación de desamparo que nacía de las largas noches de abandono afectivo,
en las que mi madre solo podía centrarse en la elaboración de su duelo
personal. En estos momentos estaba asequible a cualquier muestra de
cordialidad, como las palabras que acababa de pronunciar el gurka. Escuché el
sonido de su computadora al encenderse y volví a mi ensimismamiento. Me sentía
en paz. La presencia silenciosa de Guille aventaba los temores nocturnos y me
permitió aprehender ese singular momento de relax.
—¡Ah… no!
¡En esta casa hoy no se trabaja!
La airada
exclamación de Sami, dirigida a Guille, me hizo sonreír.
—¡Pará un
momento, atolondrada! Estoy contestando unas consultas. Ya termino —aseguró su
hermano impidiendo que Samanta le cerrara la máquina.
—Perdonalo,
Marti. Es un desconsiderado —se disculpó mi amiga frotándose la muñeca que le
había atenazado el gurka.
—Ah… No hay
cuidado. Estaba enfrascada en este soberbio atardecer.
—¿La
llamaste a tu mamá?
—Y a una
amiga. Me temo que abusé de tu teléfono —confesé.
—Martina, si
no lo hacés me voy a enojar. Usalo tantas horas como necesités —me regañó.
—¿Hablaste
con India? —inquirió Guillermo.
—Sí. Y me
recriminó por no aceptar la tableta que me ofreció. Es una chusma —me reí—.
Quería conocerte —le dije a Sami.
—¿Quién es
esa India? —me preguntó.
—Digamos que
es una amiga que suplió tu ausencia. Es escultora y exponía en el mismo pabellón
donde tu hermano dio la conferencia.
—¡Oh! A mí
también me gustaría conocerla. ¿Son buenas sus esculturas? —se interesó
Samanta.
—Las últimas
me gustaron. Son todas formas abstractas —precisé.
—¡Quiero
verlas! —expresó con entusiasmo—. Decime, gurka, ¿ese aparato tuyo sirve para
algo más que trabajar en momentos incorrectos?
Él la miró
con sorna. Me preguntó: —¿Te acordás del nombre de usuario de India en Skype?
Se lo dije y
lo vimos teclear con rapidez. Poco después le sonrió a la pantalla.
XI
—¡Hola, India!
—amplió la sonrisa.
—Querido
Guille, no solo sos el genio de la computación sino el de la lámpara… ¡Me
cumpliste un deseo recién expresado! —atestiguó la voz de mi amiga
—A vuestras
órdenes, señora —dijo la deidad—. Y ahora podéis pedir lo que se os cante.
Con esa
expresión impropia de un genio, le hizo una reverencia, giró la máquina hacia
nosotras y nos encandiló con el foco incorporado a la computadora.
—¡Marti!
—India nos sonreía eufórica—. ¡Estás al espiedo! ¡Pero espléndida…! —agregó con
generosidad.
Me causó
gracia. Me incliné hacia la hermana de Guillermo: —Sami, ella es la gran
escultora de la que te hablé —hice un gesto ampuloso—. India, esta es mi amiga
de la infancia —terminé la presentación.
—Samanta, me
alegro de conocerte —afirmó la artista que lucía un soberbio vestido de fiesta.
—¡Y yo!
—exclamó Sami—. Ya me estaba poniendo celosa de la nueva amistad de Marti.
—Perdé
cuidado —la tranquilizó India—. Martina es la persona más fiel que conozco.
Para que no
siguiera alabando mis cualidades, le pregunté: —¿Adónde vas con ese traje tan
elegante?
—¡Ah…! A una
reunión que organiza papá. Creo que pretende encontrarme un novio. Le está
preocupando mi larga soltería.
Largué una
carcajada. De lo que estaba segura es que a ella la tenía sin cuidado. No era
la primera vez que Bernardo intentaba vincularla con algún candidato.
—Me parece
bien que estés preparada para cualquier imprevisto. ¿Quién te dice que ésta no
sea tu oportunidad? —le dije burlona.
—Vos,
parece. Pero hablemos de otra cosa. ¿Qué planes tienen?
—Esta noche,
ninguno —contestó Sami—, los chicos hicieron un viaje largo. Martina me habló
de tus esculturas. ¿Me las mostrarías? Me gustaría llevarme alguna a Toronto
—pidió.
—Será un
placer. Pero mañana. Mi padre se está impacientando —accedió India—. Estaré en
pie a partir del mediodía.
—¡Seguro!
—aprobó Samanta—. Guille nos conectará. ¡Qué disfrutes de la fiesta!
—¡Chau,
India! Mañana nos vemos —la despedí.
Guillermo
cerró el programa y apagó el aparato. Cenamos en la cocina y planificamos hacer
una recorrida por Merlo al día siguiente. Darren debía volver al trabajo.
—¡No saben
cuánto me alegro de que hayan venido! Primero —dijo dirigiéndose a mí—, por
conocer a la famosa milady —yo lo
miré inexpresiva—, segundo, para que la mía no se muera de tedio y algún día
tenga que salir a rastrearla por los caminos —la connotación de “la mía” quedó
flotando en la consideración tácita de quien era “la del otro”.
—Después del
paseo podemos ir a tomar mate al Rincón —propuso Sami.
Yo la miré
interrogante y aclaró: —es un balneario municipal, está a orillas de un arroyo
y tiene una hermosa arboleda. Digo… para que no te sigas flechando —añadió
solícita—. Fuimos una vez con Darren.
Él le pasó
un brazo sobre los hombros y la besó: —Ya sé que te tengo un poco abandonada,
mujercita —reconoció al separarse—. Pero Bill y Marti me darán una mano
mientras supero la etapa crítica de la obra.
Samanta miró
a su Colorado con cara de embeleso. ¡Vaya que estaba enamorada mi amiga! Mis
ojos se cruzaron con los del gurka. Él me escrutaba a mí, como queriendo
sondear mi pensamiento. Me moví inquieta, porque había imaginado lo excitante
que sería una relación adonde me amaran de esa manera. No Darren, por
descontado, pero ¿quién? No había evocado a Noel en ningún momento, ya que yo
no estaría allí si nuestro vínculo fuera tan apasionado. Aparté la vista y me
perdí en mi copa de helado.
—Los dibujos
no, Marti, te podrías indigestar —esta observación de Guille detuvo la
minuciosa rascada del recipiente en la que me había abstraído.
—¡No podés
con tus modales de gurka! —lo reprendió su hermana.
—¡Le quise
evitar un malestar! —se defendió risueño.
—Dejalo, ya
estoy acostumbrada a sus chiquilladas —dije abandonando la cuchara con
petulancia—. Te ayudo a levantar la mesa y me voy a dormir —le ofrecí a mi
amiga—. ¡Estoy molida!
—Ni lo
sueñes. Darren y yo la despejaremos y mañana viene Dora para ordenar todo.
¡Andá a descansar!
Me acerqué a
Sami y la abracé: —¡Estoy muy feliz por el reencuentro y he pasado un día
estupendo! —le expresé emocionada.
Sami
prolongó el abrazo y me besó: —¡Y yo, Marti! Vas a ser mi mejor regalo de
cumpleaños.
—…¡Es el
sábado! —descubrí después de concentrarme.
—¡No te
olvidaste! —festejó.
—No me lo
hubieras perdonado —reí.
—Buenas
noches, Marti —dijo el Colorado tendiéndome los brazos.
Respondí a
su abrazo y lo besé en la mejilla: —Que descanses, Darren. Buenas noches a
todos —formulé y enfilé hacia la escalera.
—¿Y para mí
que soy responsable del regalo, no hay beso y abrazo? —reclamó Guille.
—Que te lo
dé tu hermana —respondí sin volverme.
Todavía
escuchaba la carcajada de Darren cuando cerré la puerta del dormitorio. Me
acosté con una sonrisa satisfecha. No había visto la cara del gurka pero me la
imaginaba. Me dormí al instante y desperté a las siete de la mañana descansada
y expectante por la nueva jornada. Desde la ventana de mi habitación veía un
cielo límpido que pronosticaba buen tiempo. Bueno, India me había dicho que
Merlo gozaba de un microclima que lo hacía especial. Vestí la malla debajo de
la ropa atenta a la propuesta de Samanta de visitar el balneario. Bajé a las
ocho y desayuné con Sami y Guillermo. Darren se había ido a las siete y media.
—Podemos
hacer un recorrido por la ciudad así la conocen —dijo Sami—. Guille nos
convidará con un aperitivo, ¿verdad? —le hizo un arrumaco a su hermano.
Él asintió
con una sonrisa: —Partamos que al mediodía tenés una cita con India —le
recordó.
—Sentate
adelante —propuso Samanta al llegar al auto.
—No. Sentate
vos —denegué—. Yo voy atrás.
—No se
peleen por ir conmigo. Ambas pueden sentarse adelante —manifestó Guillermo con
tono paciente.
Esperé a que
subiera su hermana y yo me acomodé última. Llegamos a la Plaza Sobremonte
adonde Guille estacionó y recorrimos a pie el Centro histórico. Visitamos una
Capilla del siglo XVIII con muros de adobe pintados a la cal, paseamos entre
las casas coloniales de los alrededores, admiramos la colección del museo
Kurteff, piezas realizadas en distinto metales como plata, bronce, alpaca y
cobre esmaltado. Cerramos visitando al algarrobo abuelo, cuya existencia se
calculaba en más de ochocientos años según estudio de sus anillos de crecimiento. Se
necesitaban seis personas tomándose de las manos para rodear su contorno. Me
quedé ensimismada.
—¿Qué se agita en tu cabecita? —la voz
grave del gurka me instaló en el presente.
—Solo pensaba en que fue testigo de la
vida humana en armonía con la naturaleza y de su posterior destrucción. Las
cosas no cambian, Guille. El más fuerte se cree el dueño de la verdad e impone
su ideología a quien considera inferior. Ayer, por la violencia física. Hoy, de
manera más sofisticada, sojuzgando la inteligencia de la población a través de
dádivas que ni siquiera les alcanza para vivir con dignidad. Pero tienen un
ejército sometido por la ignorancia de que un mundo mejor los espera.
—¿Eso te entristece, milady? —preguntó casi con pena.
XII
—¡Qué vas a entender vos que
pertenecés a una elite! —estallé enojada por su condescendencia.
—¡Un momento, niña! —Articuló con
firmeza pero sin levantar la voz—. Tus apreciaciones con respecto a mis
convicciones son peregrinas. Ya me acusaste de abusar de mis empleados y ahora
de justificar el vandalismo de los conquistadores. Ni lo uno ni lo otro
conforman mi filosofía de vida. La elite a la que pertenezco, según tus palabras,
está integrada por personas que evolucionaron a través del estudio y la
investigación. Y para tu tranquilidad, te diré que tengo una fundación que beca
anualmente a cincuenta alumnos para que sostengan una carrera.
—No serán los de las escuelas marginales
—farfullé.
Me tomó de un brazo y no me soltó a
pesar de mi mirada colérica.
—¡Cielos,
Martina! ¿A qué viene tu menosprecio? —demandó con dureza.
Sea porque
me sorprendió su tono, sea porque caí en la cuenta de que le reprochaba el
status que yo perseguía y no logré alcanzar, se me licuó la vergüenza en
lágrimas. Sin vacilar, me refugió entre sus brazos.
—¡Marti,
Marti…! —rogó compungido—. ¡Perdoname, querida, no quise ser brusco! ¡Por
favor, no llores, tenés razón, soy un sátrapa!
Esta
declaración disolvió mi congoja. No me separé de inmediato, tan consolador era
el amparo de su abrazo. Yací un poco más apoyada contra su pecho hasta que la
voz de Sami nos hizo reaccionar.
—¿Qué paso?
—miró con alarma el rostro conmovido de su hermano y el mío lloroso.
—Nada
—contestó Guillermo—. Martina se apenó al recordar el genocidio de los
aborígenes. El centenario algarrobo se lo actualizó. ¿Conseguiste el mapa? —le
preguntó para apartarla de ulteriores indagaciones.
—Sí, aquí
está —le tendió una guía y un mapa con gesto perplejo.
—Perfecto
—asintió Guille—. Con esto, chicas, las pasearé por todo Merlo —presumió—. Y
ahora vayamos por el vermouth.
Samanta me
tomó del brazo: —¿estás bien, Marti?
—Sí, ya se
me pasó —la tranquilicé—. ¡Corramos que Guille nos lleva media cuadra de
ventaja! —la exhorté.
Volvimos a
la plaza y nos ubicamos en una confitería al aire libre. Guillermo, previa
consulta, encargó una picada sumamente variada y cerveza, por decisión unánime.
En tanto Sami se comunicaba con Darren, me reiteró: —No debí reaccionar de esa
manera, Martina. No me perdono haberte herido.
Miré su
rostro velado por la inquietud y lo rocé con la yema de los dedos. Sentí que se
estremecía y tomó mi mano para llevársela a los labios: —Perdoname vos
—murmuré—. Tuve una reacción desmedida como si fueras responsable de las
calamidades del mundo. Yo también formo parte de los indiferentes y ni siquiera
tengo una Fundación —concluí rescatando mi mano del beso perturbador.
—Oh, nena…
—articuló con la misma dulzura con que el dorso de su mano acarició mi mejilla.
—¡Listo!
—Exclamó Sami cerrando el teléfono—. Ni siquiera viene a cenar —hizo una
mueca—. Tiene un asado con los operarios para festejar la conclusión en tiempo
de la primera etapa. Te vas a tener que ocupar de nosotras —le dijo a su
hermano.
—Con placer
—le contestó—. Ahora dedicate a comer y a pensar en algún lugar que podamos
conocer esta noche.
Volvimos a
la casa alrededor de la una de la tarde. Guille nos comunicó con India que ya
nos esperaba desde el mediodía y se había entretenido enviando mensajitos y
caritas. La ví sonriente y como relajada.
—¡Hola
chicas! —Principió y largó una risa— y chico —lo incluyó a Guillermo.
Él la saludó
con un gesto risueño y se retiró.
—Voy a ir
recorriendo el depósito —dijo India moviéndose—. Ustedes me dirán dónde quieren
que me detenga.
Caminó
despacio entre las bases que soportaban sus creaciones hasta llegar a las de
madera. Allí le pedimos que parara y enfocara cada una en detalle.
—¡Me gusta
ésta! —expresó Samanta frente a la góndola curvada—. ¿Cuál es su precio?
—Según mi
mentor, cincuenta mil. Según yo, te la vendería en veinte mil si te parece
adecuado. O en lo que estés dispuesta a pagar, por ser amiga de Marti y por
trascender hasta Canadá —declaró esto último con formalidad.
—Estoy
segura de que vale los cincuenta mil —afirmó Sami— aunque yo no pueda pagarlos
ahora, así que me valdré de la amistad de Marti y te ofreceré treinta mil y lo
ubicaré en el lugar más visible de mi sala. ¿Cerramos el trato? —le preguntó
con expresión ilusionada.
—¡Seguro,
Samanta! Sos mi primer comprador válido —rió India.
—Te ves muy
satisfecha —observé—. ¿Cómo te fue anoche?
—Marti la
intuitiva… —entonó—. Mejor de lo que esperaba.
—¡No me
digas que papito acertó! —articulé con aspaviento.
—Bueno, al menos
no lo boché de entrada —aclaró.
— ¡Contanos!
—pedí.
—Se llama
Román, tiene cuarenta y cinco años y una galería de arte, recorrió mi museo con
semblante hermético y declaró que tal vez se podrían exponer cuatro de mis
creaciones.
—¡Ah…! —dije
con cara de sabihonda.
India
inclinó la cabeza y me dirigió una mirada socarrona: —También vos llamaste así
mi atención cuando nos conocimos, ¿te acordás Marti?
Largué una
carcajada rememorando mi desconcierto ante las extrañas creaciones de mi amiga:
—Ahí te empezó a interesar —deduje.
—Después de
que aceptó mi desafío de una crítica descarnada —asintió.
—¿Y qué te
dijo? —preguntó Sami.
—Es todo un
experto. Me señaló las imperfecciones que empobrecían mis trabajos —hizo un
mohín teatral—, claro que tratando de no herir mi susceptibilidad. Fue…
compasivo, digamos. Y aprendí más de su opinión que de las lecciones de mi
profesor.
—¡Ah…! —dije
esta vez encantada—. Intuyo el comienzo de un gran intercambio… ¡de arte! —me
apresuré a completar ante la mueca torcida de India.
Samanta no
se intimidó: —Vamos, India, ¿quedaron en algo? —preguntó sugerente.
—Esta noche
saldremos a cenar —confesó al fin.
Me contuve.
¿Sería éste el comienzo de una relación fructífera para mi amiga? Bajo su
apariencia de mujer liberada ocultaba las ansias de un vínculo sincero y
amoroso. Tal vez se había acercado a compañías inadecuadas... Este hombre tenía
algo a su favor: la había impactado.
—Me encontré
con Noel —la declaración de India detuvo mi reflexión.
—¿Ah… sí?
—volví a mis monosílabos.
—¿No te
interesa saber qué dijo? —deslizó enigmática.
Me encogí de
hombros: —Si te apetece contarlo…
—Estaba un
poco asombrado de que no te hubieras comunicado con él, aunque en su entusiasmo
por Guillermo justifica todo: “¿Quién podría pensar en otra cosa estando en
compañía de un pionero de la ciencia?” Sic
—precisó sus palabras.
—Bueno, me
ahorra una llamada —dije con indiferencia.
No me pasó
desapercibido el gesto de Samanta al escuchar la charla. Seguro que pronto se
vendría un interrogatorio. La confidencia de India no me había provocado
ninguna inquietud. ¿Cuándo se habría originado esa sensación de desprendimiento
afectivo con Noel? Pensé que llevaba tiempo, momentos no compartidos, ese rasgo
de egoísmo adonde yo quedaba postergada por sus intereses, esa resignación mía
incomprensible, como si Noel fuera la única oportunidad de mi vida. ¡Pues no!,
me dije. Tengo mucho que ofrecer y recibir; eso quiero.
—¡Chau,
Marti, hasta mañana! —saludó India, terminado su diálogo con Sami, tirándome un
beso con la mano.
—¡Chau,
amiga! Que sea una noche promisoria… —murmuré guiñándole un ojo.
No me
impugnó. Se largó a reír y desapareció de la pantalla.
XIII
—¡Guille,
terminamos! —voceó Samanta.
El gurka se
asomó y apagó la computadora. Antes de salir, nos preguntó: —¿quieren empezar
el paseo ahora?
—¡Dale!
—Contestó su hermana—. Nos ponemos la malla, preparo el equipo de mate y te
avisamos.
Él asintió y
salió con su portátil. Ya que estaba lista, aproveché para llamar a mamá y
luego bajé a reunirme con Sami. Entre las dos acomodamos el termo y el equipo
en una canasta y agregamos unas galletitas. Guille nos esperaba al lado del
auto.
—Para hoy
les tengo preparada una ascensión al Filo serrano y una visita al Mirador del
Sol —dijo imbuido en su rol de guía—. Vayan a buscar alguna campera que
subiremos a más de dos mil metros. Al balneario iremos por la tarde,
considerando la castigada dermis de Martina.
—¡Gracias,
Guille! Tus cuidados son apreciados —entoné burlona.
—Por
insolente, te sentencio a un viaje en tirolesa —declaró.
Me largué a
reír: —¿Qué querés decir?
Sami
intervino: — ¡Canopy! ¡Sí, Marti! ¡Es emocionante!
Yo seguía
sin entender. Guillermo me explicó con voz truculenta: —Vas a volar como los
pájaros entre los abismos serranos —después, con placidez—: Te va a gustar.
—Todavía no
lo capto —insistí.
—Es un
sistema de cables extendido entre la sierra y el valle. Vas asegurada a un
arnés con poleas. No tenés más que distenderte y disfrutar —aseguró.
—Le vas a
ahorrar trabajo a Darren —dijo Sami entusiasmada—. ¡Quiero ir desde que
llegamos!
—Los
abrigos… —recordó Guille con paciencia.
Obedecimos
como boy scout.
—Bueno,
niñas —dispuso a nuestro regreso—, partamos. ¡Y no quiero discusiones por la
ubicación! Vos, Marti —indicó—, adelante conmigo. Vos, Sami, atrás como corresponde
a una hermana incondicional.
Abrió ambas
puertas y las cerró después de que obedecimos su mandato. Antes de arrancar, me
miró con una sonrisa satisfecha. Me reí; estaba contenta y excitada con la
aventura que había propuesto. Mis salidas tenían tan poco de emocionante como
subir a un autobús que me acercara al centro o a la orilla del río para cruzar
a la isla. Guille conducía con pericia por el sinuoso camino de cornisa y Sami
y yo intercambiábamos impresiones sobre el paisaje despertando a veces la risa
del piloto. Pasamos El Mirador del Sol hasta llegar al del Filo Serrano. Antes
de bajar nos pusimos los abrigos. El viento soplaba con fuerza y el sol no
lograba calentar el ambiente. La vista era espectacular. A nuestros pies se
extendía el valle del Conlara, emplazamiento de la villa de Merlo, verde como
una esmeralda guarecida por las ondulantes sierras. Guillermo descubrió que, en
ese día tan límpido, se podían observar los embalses del valle cordobés de
Calamuchita. Centrado entre las dos, nos pasó el brazo por los hombros y nos
giró hasta que ubicamos el punto al que se refería. Permanecimos en silencio,
admirando el majestuoso horizonte. Tenía que compartir mis sensaciones. Me
volví hacia Sami. Tenía la cabeza apoyada en el pecho de su hermano y la mirada
perdida en el espacio. El gurka capturó mis ojos con la muda elocuencia de sus
pupilas. Se apropió de mi deslumbramiento y me perturbó con el reclamo que
revelaban sus facciones. Hice un gesto negativo involuntario, como si me
hubiese confesado ese anhelo que ardía en la profundidad de su mirada. Me
enderecé y ya ni siquiera la belleza del entorno apaciguó mi inquietud. Me
despegué de su flanco sin brusquedad y me alejé hacia otra perspectiva.
—¡Marti!
—Samanta se me colgó del brazo—.¿Vamos ya para el Mirador del Sol? Así hacemos
canopy y pasamos unas horas en el balneario.
—Vamos
—contesté sin mucho entusiasmo.
Cuando
subimos al auto le pregunté a Guille: —¿Por qué al Mirador del Sol? Aquí
también hay tirolesa.
—Porque la
otra es la más larga de San Luis —me explicó—. El recorrido se hace entre cinco
y seis minutos. Te va a parecer poco cuando pegues la vuelta.
Lo miré con
un poco de desconfianza. Se largó a reír y me ofreció servicial: —Si no te
animás a ir sola, puedo cargarte sobre mis rodillas.
Mi gesto
desafiante incrementó su diversión. Samanta intervino: —A ver si siguen la
polémica mientras viajamos, a este paso no llegaremos al mirador ni al
balneario.
Me di vuelta
y estiré el brazo para hacerle cosquillas. Se atajó con una risa sofocada
mientras su hermano ponía el coche en marcha. El recorrido fue corto y, después
de estacionar, caminamos hacia la plataforma de despegue. Esperamos turno para
el primer lanzamiento que, Sami y yo, insistimos hiciera Guille. Escuchamos con
atención las recomendaciones que le hacían Roberto y Manuel, los lugareños que
administraban la tirolesa, y lo vimos despegar raudo hacia el valle. Antes de
convertirse en un puntito a la distancia, soltó las sogas y estiró brazos y
piernas en forma ostentosa.
—¡Se dejó ir
el loco! —alabó Roberto con su tonito característico.
A mí el
corazón se me había detenido cuando lo vi abrir los brazos, creyendo que se iba
a precipitar al vacío. Después del susto, me enojé. ¡No tenía derecho a
alarmarnos! En realidad, me dije después de observar a Sami festejando con el
dúo, la que se preocupó fui yo. Diez minutos después el gurka estaba de vuelta.
—¿Quién me
sigue? —dijo después de desprenderse del arnés.
Un grupo de
curiosos se había acercado a la base de salida. Dos muchachos jóvenes se
arrimaron a Guillermo.
—¿El doctor
Moore? —preguntó uno con expresión exaltada.
Guille lo
miró con tranquilidad.
—¡Estuve
presente en la conferencia que dio en Rosario! —dijo el joven estirándole la
mano.
El gurka se
la estrechó: —Bueno, me alegro. Ahora me tengo que dedicar a mis acompañantes
—le aclaró con una sonrisa y se volvió hacia nosotras—. ¿Ya decidieron?
El chico que
lo había abordado cambió unas palabras con su acompañante y se quedaron en el
sitio.
—Marti,
¿irías primero? —dijo Samanta con voz quejumbrosa, intentando postergar su
despegue.
Me mandaba
al frente, igual que en la escuela secundaria. Guille me miraba con una sonrisa
provocadora, lo que espoleó mi decisión.
—Está bien,
promotora de chifladuras —acepté—. Que conste que me arriesgo para que vos
cumplas tu sueño.
Me acerqué a
Roberto y Manuel. El primero me ayudó a colocar el arnés y lo ajustó a mi
cintura; el segundo me estiró un casco.
—¿Por qué lo
tengo que usar? A él no se lo dieron —dije señalando al gurka.
—No lo quiso
—aclaró Manuel—, pero nos recomendó que salieras con el casco.
—Yo tampoco
lo quiero —me empeciné—. Se me va a aplastar el pelo.
—Es tu
primera experiencia, mamacita. El loco tiene calle —terció Roberto al tiempo
que enganchaba el cable al arnés.
—Esto es
seguro, ¿no? —inquirí.
—Totalmente
—se ufanó el lugareño.
—Entonces no
quiero el casco —lo volví a rechazar.
Guille se
acercó al ver la cara de indecisión de Manuel.
—No lo
quiere, macho —le informó el hombre.
—Marti, si
no te colocás el casco no salís —me amenazó el hermano de Sami.
—¿Ah, sí? Ya
soy mayorcita para decidir por mí misma, amiguito —le solté—. Ahora díganme qué
debo hacer —me dirigí a los muchachos haciendo caso omiso de la contrariedad
del gurka.
Roberto
reaccionó ante el gesto perentorio de Guille como si estuviera esperando la
orden: —Bueno, linda. Sentate sobre el arnés y aflojate. Yo te sostengo.
Agarrate de las cintas, te voy a correr un poquito al borde —me instruyó
mientras me desplazaba hasta dejarme con las piernas colgando sobre el abismo.
Deslicé la
vista sobre la serpentina que dibujaba la ruta circundando las sierras y el
verde promontorio de la selva a mis pies. Me aferré a las cintas, inhalé hasta
llenar de aire mis pulmones y me decidí: —¡Soltame!
XIV
Grité al
cruzar la ruta pensando que mis pies iban a estrellarse contra la cornisa de
contención. El ruido del cable de acero por donde se deslizaba el arnés
retumbaba en mis oídos como el motor de un avión. A la ida ni siquiera pensé en
soltarme para imitar al gurka y estuve más pendiente de alguna catástrofe que
del paisaje que se ofrecía a mi vista. Recuperé el sentido de la diversión poco
antes de llegar a la primera escala adonde me esperaba el ayudante. Me sujetó
del arnés y me pidió que tomara el cable por delante apenas apoyé los pies
sobre la tierra.
—¿Y linda?
¿Qué te pareció el viaje? —preguntó mientras desenganchaba la roldana.
—Vos no sos
puntano —dije notando la falta de acento.
—No. Trabajo
la temporada. Soy Miguel, de Quilmes —sonrió—. ¿Y vos de dónde sos, chica sin
nombre?
—Soy Marti,
de Rosario —dije divertida.
—¿Estás
sola?
Era un
apreciable ejemplar masculino. Alto, rostro de barba incipiente, ojos oscuros y
vivaces. De los que me gustaban.
Escuchate. ¿Adónde lo dejás a Noel con su aire
distinguido, sus facciones armoniosas, su prolijidad, su elegancia
irreprochable? No le sentaría un conjunto de jean. Tenía que venir el gurka a
sacudirme de mi inercia amorosa. ¿Y ahora te vas a enloquecer por cualquier
varón recio? No por cualquiera… —le dije a mi alter ego.
—No —le informé
mientras me calzaba el arnés para regresar.
—¡Qué pena!
Me hubiera gustado ser tu guía para mostrarte los alrededores.
Sonreí
halagada, pero no le contesté. Él terminó de prepararme para el viaje de vuelta
y antes soltarme me deseó: —¡Buen viaje, Marti!
Levanté una
mano para saludarlo. Después me animé con la otra y abrí los brazos para
abarcar el espléndido paisaje que fluía bajo mis pies. Me dirigía
vertiginosamente hacia la plataforma de partida, dominada por el vértigo y la
adrenalina. Levanté la vista antes de tocar tierra y volví a tomarme de las
cintas. Una chica estaba filmando, seguramente parte del equipo que
administraba la tirolesa. Guille sonreía abiertamente y Samanta saltaba y
aplaudía con entusiasmo. Roberto me atajó y me sostuvo hasta quedar asentada en
suelo firme.
—¡Muy bien,
niña! —elogió mientras me liberaba del arnés—. Cuando te largues la próxima lo
aprovecharás al cien por ciento.
—¡Mmm…! No
sé si habrá próxima —dudé.
Mis amigos
se acercaron a la plataforma. Samanta me abrazó: —¡Marti, parecías una
equilibrista! ¿Cómo te voy a superar?
—Tirándote
—declaré y la empujé hacia Roberto.
Guillermo me
enroscó el brazo en el cuello y me dio un apretón amistoso contra su costado: —Milady —dijo riendo por lo bajo—, parece
que voy a tener que acostumbrarme a tus desplantes. No eras tan rebelde de
adolescente.
—Escuece,
¿no? —lo zaherí—. Así eras vos de insoportable —tomé su mano, la elevé sobre mi
cabeza y me liberé con un giro. Escuché su risa sorprendida mientras yo me
acercaba a la tarima adonde aprestaban a Sami.
Mi rubia
amiga atendía las instrucciones de Manuel y Roberto y no desdeñó el casco.
Partió entre gritos de susto y admiración y soltó las cintas antes de llegar a
la mitad del trayecto. Guille y yo la aplaudimos hasta que se convirtió en una
miniatura para la vista. La vuelta fue triunfal, se colgó cabeza abajo
simulando una zambullida que culminó en estilo mariposa. Se enderezó para ser
recibida por los encargados en medio de felicitaciones.
—¡Te luciste
como siempre! —le dije riendo—. No soportabas que te ganara en ninguna
competencia, ¿eh?
—Bueno, vos
también estuviste bárbara —concedió con benevolencia—. ¡Voy a buscar las
filmaciones! —nos avisó exaltada.
El gurka y
yo nos miramos con el antiguo entendimiento de la niñez compartida. Sami
atropellaba con esa arista de su carácter que nos imponía, a fuerza de rabietas
o ardides, su voluntad. Me reí con desenfado, extrañamente alegre de revivir
tan lejanos recuerdos. Él me observó con una expresión tan concentrada, como si
quisiera absorber mi risa, que me hizo sentir inexplicablemente frágil. Nuestra
abstracción terminó con el regreso de Samanta.
—¡Guille,
aquí tengo las tres películas! —mostró su hermana con entusiasmo—. Pagalas que
me olvidé de traer plata.
Guillermo se
apartó para cumplir con el encargo, momento que aprovechó su tenaz admirador
para renovar el asedio. Dejé de prestarles atención para embelesarme en el
paisaje.
—Marti…
—canturreó mi amiga envolviendo mi brazo con el suyo—. ¿La estás pasando bien?
—¡De
maravillas! —afirmé y, aún con ciertas inquietudes, no mentí.
—¿Estás
distanciada de tu novio? —preguntó al cabo, aprovechando que Guille seguía
sitiado por el muchacho.
—Prefiero no
hablar de ello, Sami —me excusé en tono de disculpa.
—No quise
molestarte, Martina —dijo apenada—. Pensé que te haría bien confiarte con una
amiga.
—¡Por favor,
Sami! No te enfades. Lo charlaremos mañana. Hoy la estoy pasando de maravillas,
¿te acordás?
Guillermo
nos encontró abrazadas admirando el soberbio espectáculo de la serranía.
XV
Después de
tomar un refrigerio en la confitería del Mirador del Sol, enfilamos hacia el
balneario El Rincón. Ahora íbamos bajando y Guille mostró una vez más su
pericia al conducir. La pileta del balneario estaba alimentada por las aguas de
un arroyo y sus alrededores poblados de árboles, especialmente sauces. Cada vez
que veía un sauce evocaba el verso de un poema de Fernán Silva Valdez: “el
sauce es el afiche de la melancolía…”; me parecía una bella metáfora de ese
árbol desgarbado cuyas hojas semejaban una larga melena inclinada sobre la
tierra o el agua. Nos despojamos de la ropa en el auto y salimos en malla a
recorrer el lugar. Después del embalse que conformaba la piscina, seguimos por
la orilla del río hasta la zona arbolada adonde había dispuestas mesas para
tomar mate y parrillas para hacer asados. Aunque el sol había perdido su
virulencia, Sami –por rubia- y yo –por chamuscada-, nos cubrimos con protector
solar y volvimos a la pileta. Era espaciosa y pudimos nadar sin colisionar con
nadie, pues eran pasadas las cinco de la tarde y el agua estaba bastante
fresca.
—¡Paren de
tiritar, muchachas! —ordenó Guille a las seis alcanzándonos los toallones—.
Vamos a sentarnos al sol y les cebo unos mates.
Eligió una
mesa al borde de la arboleda y después de varias rondas Sami y yo estábamos
recuperadas. Mi amiga se desplazó bajo la sombra y se durmió al instante. Yo lo
miré al gurka a través de las pestañas entornadas. Estaba tendido sobre el
pasto, descansando la cabeza sobre los antebrazos cruzados bajo la nuca. Creí
que dormía así que me dediqué a observarlo minuciosamente. Tenía un físico
armonioso; los músculos trabajados sin exceso sugerían fortaleza y plasticidad.
Me reproché estas consideraciones porque si bien no era inmune a los encantos
masculinos era impropio que los evocara ojeando el cuerpo del hermanito de mi
amiga. ¿Qué percepciones internas había iniciado el encubierto interés de
Guillermo por mí? Al menos, cuestionarme la relación con Noel. Hacía tiempo que
era insatisfactoria, pero nadie me había sacudido de esa inercia amatoria por
la que me deslizaba. Y no era solo cuestión de sexo, sino de ausencia de
pasión, de intereses comunes, de vibrar con la presencia del otro… Recordé la
definición de Guille de una mujer enamorada: miradas, actitudes corporales,
aproximación física… Noel y yo, sin convivir siquiera, estábamos desgastados.
Por un momento me tentó endosarle la responsabilidad, pero terminé aceptando mi
complicidad en esa apatía poco comprometedora. Miré el cielo despejado y con un
suspiro audible aventé estos pensamientos inquietantes.
—La princesa
está triste… ¿qué tendrá la princesa? —la voz grave del gurka se dulcificó en
la pregunta.
Incliné la
cabeza con una sonrisa: —Pensé que dormías —dije en voz baja.
—Te miraba
—expresó.
—¿Y recordaste
una poesía? No creí que estaban incluidas en tu formación académica.
Rió por lo
bajo: —Te sorprenderían las que evoqué inspiradas en tu rostro melancólico…
Aunque estos versos son los más afines a tu nostalgia, ¿me equivoco?
Confieso que
me conmovió esa faceta de hombre sensible a pesar de mi respuesta: —Como de
aquí a la China —aseguré con descaro y, para cambiar de tema—: Te vi muy
entretenido con tu fan del Mirador, ¿qué te proponía?
—¡Ah…!
—reaccionó al terminar de digerir mi contestación—. Me invitó a una fiesta que
da su padre para inaugurar un complejo de cabañas en Potrero de Funes. Es el
sábado.
—El día que
Sami cumple años —le recordé—. No querrás faltar al cumpleaños de tu hermana…
—No,
inquisidora —se incorporó y me enfocó desde su postura dominante—: Tengo la
sensación de que invalidás cualquier cosa que digo —señaló con calma.
—¡No sé a
qué te referís! —reaccioné con intemperancia.
Se inclinó
sobre mí, desafiante, impidiendo que le hurtara la mirada. Sostuve su
escrutinio con porfía hasta que cedió con una mueca—: ¿Ves? —alegó en tono condescendiente—
Si aceptaras que siempre estás a la defensiva…
Me senté
para quedar a su altura: —Es que no puedo disociarte del mocoso que nos hacía
la vida imposible hace trece años —reconocí disgustada.
Rió como si
conjurara pensamientos adversos a través del sonido. Cuando se aplacó, me
demandó sin rudeza: —¿No creés que yo también superé etapas a lo largo de los
años? Calculo que mi última chiquillada fue apropiarme de tu pañuelo —sonrió—.
Crecí, Martina. Maduré física y mentalmente, interpreté mi vocación de trabajo
y perseveré para perfeccionarme y, lo más trascendente, regresé para reclamar a
mi dama —su voz adquirió un tono solemne y su rostro perdió todo vestigio de
risa. Las pupilas verdosas adquirieron el fulgor de un mar turbulento mientras
se aproximaba hacia mí.
—No quiero
seguir jugando a este pasatiempo medieval —rechacé con angustia.
—No es un
juego, milady —murmuró deteniendo su
avance—. Tenés miedo… ¿De qué, Marti?
¿De mí? ¿De dejarte tentar por mis sueños? ¿O de descubrir que podés
compartirlos?
—¡Estás
loco, gurka! —reaccioné—. ¿Con qué derecho irrumpís en mi vida pensando que el
tiempo se detuvo cuando te fuiste? Mientras vos no te preocupabas más que por
estudiar yo luché por mantenerme independiente y forjarme un porvenir. Claro
que no con tus ventajas —dije ásperamente—, no tuve familiares que me
respaldaran —no le permití interrumpirme—: No sé qué te hizo pensar que
participaría de tu delirio y aunque subestimes mi relación de pareja, existe, y
nadie más que yo tiene la potestad de juzgar si es adecuada o no —me detuve
porque me faltaba el aire.
Guillermo me
miró con serenidad. Aguantó mi descarga y manifestó al cabo: —Te voy a
responder en orden. No me siento con ningún derecho hacia tu persona y esperar
que compartas lo que siento es atributo de cualquier enamorado. ¡No renunciaré
a conquistarte, Martina, aunque en esta empresa no tenga las mismas
prerrogativas que tuve para estudiar! —dijo con arrebato.
Sentí que
estaba frente a un completo desconocido. Este hombre exaltado que pretendía
seducirme no se correspondía con el gurka o Guille. Por primera vez lo
contemplé despojado del recuerdo y reconocí que me intimidaba.
—¿Y si no
quiero? —balbucí débilmente.
—Solo dame
la oportunidad —suplicó.
XVI
No le
contesté. Miré sin fingimientos su figura acomodada en postura de yoga, el
semblante esperanzado por ese silencio que no otorgaba pero tampoco negaba. Me
pregunté por qué no le había dado una respuesta contundente que le extinguiera
la ilusión… Supongo que exigía una refutación comprometedora y por el momento
no estaba en condiciones de asumirla, de modo que me incorporé e inquirí:
—¿Podemos volver, Guille?
Estuvo de
pie al instante.
—¿Estás
bien? —se interesó.
—Sí. Nada
más que un poco cansada —disimulé mi ambigüedad.
Me contempló
con inquietud. Su mano apretó mi brazo con delicadeza: —Martina… —murmuró— No
quiero que te sientas presionada ni perseguida, querida. Prometo no perturbar
tus vacaciones con ninguna alusión que pueda molestarte, ¿vale? —formuló con
ansiedad.
—Te tomo la
palabra —dije con una sonrisa apagada.
Antes de
soltarme, sus ojos me interrogaron. ¡Ah,
no, gurka!, pensé. Ni yo sé lo que
quiero, ¿cómo decírtelo a vos? Me separé con suavidad y fui a llamar a
Sami.
Guille se había
vestido cuando llegamos a la camioneta y esperó afuera hasta que estuvimos
listas. Fuimos nula compañía para el conductor, adormecidas por el tibio
interior del vehículo y la sorda vibración del motor. Entre la bruma del sueño
advertí que Guillermo había detenido la camioneta delante de la casa. Se volvió
hacia mí y me observó con una expresión que excedía lo puramente amistoso.
Presumo que ese fue el comienzo de mi capitulación y no, como supuse en ese
momento, por estar debilitada por el letargo sino por lo que leí en su mirada
trascendente. El deseo de ser besada me avasalló y él debió leerlo en mi rostro
sofocado porque se inclinó para alcanzar mis labios entreabiertos. Cubrió mi
boca con la suya como si quisiera devorarme y deslizó su lengua en una caricia
que me estremeció como un torbellino. Estaba conmocionada, jamás nadie me había
besado con ese poderío que oscurecía mi raciocinio. Reaccioné cuando me
encuadró la cara entre las manos apremiado por la pasión.
—¡No!
—impugné apartándolo. Y acusé con un mohín de reproche—: Aprovechaste que
estaba dormida…
Del estupor
pasó a la hilaridad. Apoyó la espalda contra la portezuela y declaró aún
risueño: —Sos deliciosa, milady. ¡En
todos los aspectos…! —enfatizó.
No quise
averiguar a qué otros aspectos se refería porque era obvio que “deliciosa”
estaba relacionado con el sentido del gusto; aún así estaba por echarle en cara
que esa aclaración podía considerarse una indirecta, cuando irrumpió la voz de
Samanta: —¿Llegamos? —preguntó aturdida.
Respingué y
sentí que estaba colorada hasta las orejas. ¡Me había olvidado de que ocupaba
el asiento de atrás! Rogué porque no nos hubiese escuchado… ¡Ni visto!
—Así es,
marmota —confirmó su hermano con celeridad—. Ya pueden bajar y darse una ducha
refrescante.
Salí del auto
y le abrí la puerta a Sami. Una ojeada me bastó para comprobar que seguía
teniendo el sueño pesado. La tironeé de la mano para ayudarla a bajar.
—¡Gracias,
amiga! —Rió— ¿Qué te parece despabilarnos con una buena ducha?
—¡Fantástico!
—aprobé.
Me desnudé
antes de entrar al cuarto de baño y me miré en el espejo grande. Mi piel estaba
perdiendo el tono rojo de la insolación y mutando a un saludable cobrizo.
Recorrí mi cuerpo minuciosamente, con la atención que pocas veces le prestaba y
sentí que bien podía ser deseable para cualquier hombre. Pero yo era algo más
que un cuerpo bonito. Tenía inquietudes y deseaba realizarme en alguna
actividad que me significara, así como la habían encontrado Noel y Guillermo.
Bueno, Martina. Dejá de recostarte en la relación
cómoda con Noel y abandoná tu papel de víctima del destino. Esforzate para terminar
en tres años la licenciatura que abandonaste y podrás concursar para un cargo en la Facultad de Lenguas
Modernas.
Evoqué a mi
profesora de francés que me auguraba una carrera exitosa dada la facilidad que
tenía para los idiomas y decidí, frente a mi imagen tan desnuda como la
admisión de mi apatía, que se habían agotado las excusas. La demanda de
docentes, intérpretes y traductores justificaba cualquier sacrificio. Premié mi
entusiasmo con una amplia sonrisa y tomé un largo y reparador baño.
Provocaste una reacción en cadena, gurka, pensé
mientras me secaba. Pasé crema por toda mi epidermis, me perfumé y elegí un
conjunto blanco que resaltaba el color bronceado. Acomodé mi pelo humedecido
sobre los hombros, me iluminé los labios y bajé, una hora después, esperando no
encontrarme a solas con Guille. Estaba tan satisfecha con mi determinación que
no quería que mi alegría fuese malinterpretada.
—¡Estás
bella, Marti! —Se entusiasmó Samanta al verme— ¿No es cierto, Guille?
—involucró a su hermano.
Él me echó
una mirada intensa antes de responder: —Absolutamente.
Le pregunté
para interrumpir esa contemplación suspendida: —¿Nos vas a comunicar con India?
Sonrió como
si hubiera descifrado mi pensamiento y se levantó para buscar la computadora.
—¡Lo tenés a
tu merced! —rió Samanta.
—No lo creas
—le resté importancia—. El gurka es un virtuoso de la actuación.
Ella me miró
de hito en hito con una mueca irreverente que daba cuenta de no acordar con mi
hipótesis. Yo no quería alimentar la polémica porque no sabía en dónde podía
terminar, coyuntura de la cual me libró Guillermo al reaparecer con su máquina.
La instaló sobre la mesa, se conectó y, después de saludar a India, se eclipsó.
—¡Hola,
chicas! —Dijo mi amiga del otro lado de la pantalla—. ¿Qué cuentan?
—¡Qué contás
vos, simuladora! —le espeté.
Se rió con
desparpajo. Era buen síntoma.
—Si te
referís a mi salida —contestó—, se repite esta noche.
—¡Ay, India!
—Exclamó Sami—, ¡No nos tengas sobre ascuas!
Yo la miré
sin insistir. Ella nos contaría lo que le viniera en gana.
—Por ahora
—manifestó— he pasado un momento muy agradable con un hombre fascinante. No
quiero hacer predicciones porque suelo decepcionarme a menudo.
Esta
declaración, en franco contraste con el carácter entusiasta de India, le
concedía al tal Román varios puntos a favor. Entreví que una charla
confidencial le vendría tan bien como a mí explayarme con ella, ya que con
Samanta no podía hacerlo. El resto de la conversación fue trivial y acordamos
en vernos al día siguiente. Antes de la cena me comuniqué con mamá y, en un
arranque, lo llamé a Noel. Tanto su teléfono fijo como el móvil se acoplaban al
contestador automático. Me encogí de hombros: había hecho el intento.
Comimos
trucha confitada con champiñones en un restaurante que propuso Sami y
regresamos a las once de la noche. Darren nos esperó levantado y soportó con
estoicismo las filmaciones de nuestra incursión por la tirolesa. Al finalizar
la proyección, sentí que el cansancio me ganaba. Demasiadas emociones para un
día.
—Me retiro
—anuncié.
—Antes de
que te vayas —me detuvo Guillermo— resolvamos lo de la invitación —se dirigió a
su hermana—: Sami, un seguidor de mi trabajo me invitó a la inauguración de
unas cabañas turísticas. Es el sábado. ¿No querrías tener un cumpleaños
diferente?
A Samanta le
brillaron los ojos. Lo miró a Darren. Él hizo un gesto risueño: —Es tu
cumpleaños, querida, y tu elección.
—¿Qué decís,
Marti? —buscando mi aprobación.
—Lo mismo
que Darren —avalé.
—Te invitó a
vos —le dijo al gurka—. ¿Qué dirá si te aparecés con un ejército?
—Para
deshacerme de él le aclaré que estaba con mi familia y mi novia —me miró y redundó—:
Para sacármelo de encima… Me contestó que todos serían bienvenidos y me estiró
la tarjeta.
—¡A ver… A
ver! —pidió Sami.
Guille se la
tendió y ella la leyó cuidadosamente. Nos miró después con una sonrisa: —Aquí
dice de rigurosa etiqueta. ¿Todavía se estila?
—Supongo —le
respondí—. Aunque yo voy a desentonar. No tengo traje de fiesta.
Samanta se
quedó pensativa. No podía ofrecerme ninguna prenda porque era más alta y
corpulenta. Esperé que no me propusiera comprarla porque tendría que confesar
públicamente mi insolvencia. El gurka se mantuvo callado, seguramente
recordando mis planteos previos al viaje.
—Bueno —dijo
al cabo mi amiga—. Si Guillermo viste informal, a nadie le va a extrañar tu
estilo casual.
—¿Te
atreverías? —lo provoqué.
—Por ti, milady, desnudo si me lo pides —aseguró
con una reverencia cortés.
Habló en
inglés, para que Darren no quedara al margen de la charla. El Colorado largó
una carcajada contagiosa ante la sonrisa bonachona de Guille. Yo sacudí la
cabeza y le dije en tono condescendiente: —¿Sabés? Esta salida es tan propia de
un gurka…
XVII
Madrugué
puesto que deseaba llegar hasta el centro para comprar el regalo de Samanta. Le
dejé una nota al lado de la cafetera avisándole que volvería al mediodía y
sabiendo que tendría que buscar un buen pretexto para justificar la ausencia. Ya se me ocurrirá algo, me dije. Salí y
cerré la puerta en silencio. A dos cuadras corría una avenida adonde podría
conseguir algún transporte.
—¡Buen día,
desvelada! ¿Adónde vas tan temprano?
Giré ciento
ochenta grados para encontrar al gurka a mis espaldas. Estaba sentado en un
sillón de la galería con su predecible computadora apoyada sobre la mesa.
—Al centro
—mi voz sonó disgustada por el encuentro inoportuno.
Cerró la
notebook y se levantó sin acusar recibo de mi contrariedad: —Son las siete y
media de la mañana. Los negocios abren a las nueve. ¿Desayunaste?
—No —dije en
igual tono.
—Te llevo y
desayunamos juntos —propuso con deferencia.
¡Yo no
quería que me escoltara! No necesitaba que fuera testigo de mi cuidadosa
selección del obsequio porque, si bien no comprometería mis finanzas por un
vestido de fiesta, haciendo cuentas podría encontrar un presente decoroso para
mi amiga. Claro que bajo la óptica del triunfador Moore lo decoroso se vería deslucido.
—Te
agradezco, Guille —articulé con cuidado—. Pero prefiero ir sola.
—¡Ni hablar
cuando te puedo llevar! —dijo amable pero firmemente—. Vamos —y caminó hacia el
auto confiado en que lo seguiría.
Lo hice. Lo
primero era llegar al centro. Después me desprendería de él.
—Éste parece
un buen lugar para desayunar —indicó minutos después.
Estacionó el
auto, abrió mi puerta mientras desabrochaba el cinturón de seguridad y nos
acomodamos en una mesa al aire libre. Guille encargó medialunas, tostadas y
café con leche.
—¿Te parece
bien? —me consultó antes de que se fuera la camarera.
Asentí con
un movimiento de cabeza. El firmamento diáfano sugería una jornada soleada y
cálida. Me recosté sobre el sillón disfrutando del sosiego del día que
comenzaba. Mis pensamientos flotaban al resguardo de mis párpados
entrecerrados. Hasta el domingo a la tarde fui la dueña de mis circunstancias.
Luego: un encuentro fortuito, una pareja obsesionada con la tecnología, una
amiga agitadora, un viaje insospechado, el recuerdo de un niño impertinente que
se actualizaba en un hombre provocativo. Me sentía como una marioneta manejada
por un titiritero perturbado. El ruido de la vajilla depositada en la mesa
interrumpió mi disquisición. Abrí los ojos para naufragar en la verde
profundidad de las pupilas del gurka. Con esfuerzo, me liberé de la
contemplación.
—¿Qué mirás?
—me arrebaté.
—A vos
—contestó.
¿Me quería
fastidiar? Lo miré desafiante. Sostuvo mi obstinado escrutinio con una
elocuencia visual que aniquiló mi provocación: era el inequívoco mensaje que el
día anterior me había dejado a su merced. Abandoné el duelo para no ser
cómplice de su esperanza y, fijando los ojos en el pocillo que estaba
levantando, manifesté: —Quiero hacer mi diligencia sin compañía, Guille, así
que podés dejarme acá si te molesta mi propósito.
—No dejás de
asombrarme con tus ocurrencias, Marti —dijo risueño—. Te voy a llevar hasta el
centro, harás tus diligencias sin estorbos y acordaremos un lugar para
encontrarnos cuando concluyas. ¿Estás de acuerdo?
Me encogí de
hombros sintiéndome muy tonta. ¿Quién aparecía como inmadura en esta relación
asimétrica? Terminé de tomar mi café y Guillermo llamó a la camarera para pagar
la consumición. Volvimos al auto en silencio y así llegamos a destino.
Estacionó en los alrededores de la plaza Sobremonte. Antes de abandonar el
vehículo se volvió hacia mí: —¿Convenimos alguna hora?
—Alrededor
de las once —respondí consultando mi reloj—. Si termino antes te llamo al celu.
—¿Y a qué
número pensás llamar? —preguntó con gesto cándido.
Me mordí los
labios. ¡Señor! ¡Tener que soportar sus pullas! Estaba visto que me había
levantado con el pie izquierdo.
—Decime
—exigí con altivez rescatando mi teléfono del fondo del bolso.
No se animó
a sonreír dada mi cara de pocos amigos aunque la diversión chispeara en sus
ojos. Me dictó el número para que lo registrara y yo, después de anotarlo, me
bajé del auto y me despedí con un gesto. Caminé con paso decidido tratando de
librarme de esa sensación de revés ante mis planes frustrados y mi conducta
infantil. Me concentré en el posible regalo. Sami tenía de todo, como se dice
vulgarmente, por lo cual debía buscar algo original y al alcance de mi tarjeta.
Recorrí varios locales de artesanías esperando encontrar esa pieza que la
distinguiera de todas; escudriñé cada estantería, cada rincón, cada mesa. Salí
deprimida del último. Se me estaban acabando el tiempo y la ilusión cuando
entré, por pura corazonada, a un negocito casi olvidado entre dos entradas. Una
mujer joven sonrió al verme ingresar.
—Buen día
—saludé, y mis ojos exploraron sin fe la heterogénea colección de chucherías
exhibidas sin orden.
—¿En qué
puedo ayudarla? —la pregunta detuvo mi inspección.
Suspiré
desencantada. Nada había que respondiera a mi pretensión. No obstante, le
respondí con cortesía: —Busco un regalo para una amiga —y aclaré con una risa
partícipe—, algo bueno, bonito y barato.
La chica
asintió sin perder la sonrisa. Se agachó y sacó de atrás del mostrador una
cajita de madera labrada. En su interior, sostenida sobre un fondo de pana
verde, una pulsera de escamas plateadas unida a dos anillos por una cadena larga.
La sacó del estuche y me la estiró.
—Es de plata
intercalada con algunos eslabones de oro.
La sostuve
entre las manos y admiré el refinamiento del trabajo sabiendo que excedía mi
presupuesto. Por curiosidad, me la probé. La cadena recorría con gracia el
dorso de la mano uniendo la pulsera con los anillos. Era una joya delicada que
devolví sin averiguar el precio.
—¿No es de
su gusto? —preguntó la muchacha.
—¡Oh, sí!
—aclaré—. Es que buscaba algo más económico…
—Se la puedo
dejar en trescientos pesos —me dijo—. Es casi el costo del material.
La miré
sorprendida. Si era de plata y oro estaría valuada sobre los mil pesos en una
joyería.
—Disculpame
la franqueza —fundamenté—. ¿Por qué habrías de regalarme tu trabajo? No me
conocés.
—Porque lo
valoró, precisamente. Observó con atención cada uno de los componentes, se la
probó y admiró como lucía —volvió a sonreír y solicitó—: ¿Le parece razonable?
—No dispongo
de efectivo… —balbucí sofocada—. ¿Trabajás con tarjetas de crédito?
Nos miramos.
Su expresión era de desencanto. Pensé y saqué el teléfono: —¿Guille?
—Hola, milady, ¿terminaste con tu diligencia?
—No.
Necesito que vengas. ¿Tenés trecientos pesos? —me atropellé.
—Sí.
—¿Me los
prestarías? —formulé, conciente de que era una pregunta retórica.
—¿Adónde te
los llevo?
Le solicité
la dirección a la chica y se la comuniqué al gurka.
—Voy para
allá —declaró y cortó la comunicación.
—Ya me lo
traen —le anticipé.
—¿Es su
novio? —se interesó.
—¡No! —Más
suavemente—: Un amigo… —Y abundé como si ella me pidiera cuentas—: Después se
lo devuelvo.
Salí a la
calle para vigilar la llegada de Guillermo. Le hice señas cuando estaba a mitad
de camino. Me tomó del brazo cuando estuvo a mi lado.
—¡Hola!
—dijo con una sonrisa—. Es un honor acudir al rescate de mi dama…
—Es un préstamo
que te devolveré apenas pueda ir al banco —aseguré— porque no reciben tarjetas.
Entramos al
negocio para completar la compra. La joven evaluó apreciativamente a mi
acompañante y nos saludó con deferencia al marcharnos. Yo estaba radiante y
apretaba mi cajita contra el pecho.
—Recién son
las diez y media. ¿Tomamos algo y me contás en qué me involucraste? —arguyó
Guille con humor.
—Te lo
merecés —acepté contenta—. Después de que busquemos un cajero para retirar lo
que te debo.
XVIII
Sentados a
la mesa del barcito, descubrí que deseaba compartir con él mi maravillosa
adquisición. Le conté mi periplo por los distintos negocios, el hallazgo del
local escondido, la oferta de la artesana y mi desaliento ante la falta de
efectivo.
—Hasta que
me acordé de vos —señalé.
Rió con
ganas ante mi desenfado. Me aboqué a despegar con cuidado la cinta que sujetaba
el papel de regalo y saqué la cajita tallada. Retiré la original pulsera y la
dejé colgar ante su vista. La tomó y la estudió con detenimiento. Yo lo miraba
expectante, esperando un gesto que confirmara mi entusiasmo.
—Es una
pieza de buen gusto —opinó al restituirla—. ¿Te fijaste en el detalle de la
cadena?
Observé los
delicados eslabones y descubrí que estaban entrelazados formando palabras que
antes no había identificado. Leí: Merlo, San Luis, Argentina.
—¡No había
reparado en esta originalidad, Guille! —exclamé encantada—. Es perfecta como
regalo. Falta que sea de plata y oro… —concluí con escepticismo.
—¡Lo es,
nena! ¿Por qué lo dudás? —me confortó.
—Por el precio.
Además, ¿por qué querría ella beneficiar a una extraña?
—Te lo dijo.
La conmovió tu interés por su trabajo —hizo una pausa—. Hablaste de regalo…
—¡Sí! Para
Sami. Creo que le va a gustar —dije convencida.
—¿Por qué no
quisiste que te acompañara? —preguntó extrañado.
—Porque me
avergonzaba arrastrarte por todo el centro hasta encontrar algo que estuviera
al alcance de mi presupuesto —hice una mueca—. Eso es todo.
—Oh, Marti…
—murmuró cercándome con la mirada—. ¿Tan pobre concepto tenés de mí?
Contemplé su
semblante apesadumbrado y me arrepentí de la confidencia.
—Lo siento
—balbucí abochornada—. Soy una calamidad. Lamento haberte ofendido —resistí las
ganas de llorar.
Sentí sus
cálidos dedos bajo mi barbilla forzándome a levantar la cabeza. Nuestros rostros
quedaron peligrosamente cerca. Me mantuvo suspendida de sus pupilas antes de
modular bajamente: —Marti, no acostumbro a juzgar a la gente por sus logros
materiales. Y menos a vos, que… —se interrumpió—. Cierto que te hice una
promesa…
Me eché
hacia atrás separándome de su contacto. No me reconocía en esta mujercita
temblorosa, fascinada por los ojos verdes de un muchachito, como ave
hipnotizada por un ofidio.
—¡Volvamos,
Guille! —Rompí el sortilegio—. Le informé a Sami que estaría de regreso al
mediodía —guardé el estuche en el bolso y me levanté.
Él me imitó
y se acercó a la caja para cancelar la consumición. Otro viaje silencioso.
Samanta estaba regando los arbustos del fondo cuando llegamos a la casa.
—¿Se puede
saber en qué andan ustedes? —fue su saludo.
—Le propuse
a Marti un desayuno en el centro —Guille acudió en mi auxilio.
—¡Ah!
Entonces no te vas a enojar porque yo le ofrezca un paseo distinto —dijo su
hermana—. Darren me dejó el auto y tengo pensado una salida a solas con Martina
—se dirigió a mí—: ¿Qué te parece?
—¡Magnífico!
—aprobé.
—¡Mujeres
desagradecidas! —Se quejó Guillermo—. ¿De modo que prescinden de mi compañía
porque consiguieron transporte propio?
—¡No seas
pesado! —Lo reprendió Sami—. ¡Marti y yo no hemos tenido la oportunidad de
hablar de mujer a mujer y tenemos que rellenar un hueco de trece años!
—¡Dios me
libre de figurar en vuestras confidencias! —Rió el gurka—. ¿Y adónde la pensás
llevar?
—A Pasos
Malos —informó Samanta.
—¿A qué se
debe ese nombre? —pregunté.
—Bueno, hay
distintas versiones —señaló Sami—. Algunos dicen que los primeros pobladores
asustaban a sus hijos para evitar que sufrieran accidentes entre las rocas,
advirtiéndoles que sus pasos estaban condenados si se acercaban al arroyo.
Otros remiten a la época colonial. Este sitio era parada obligatoria para que
los caballos de los chasquis repusieran fuerzas con las pasturas frescas; era
el fin de sus pasos cansados. Por último, que en ese lugar había una taberna
frecuentada por maleantes, hombres que andaban en malos pasos.
La aplaudí,
¡no era para menos! Ella hizo una reverencia y terminamos riéndonos a
carcajadas.
—¡Ustedes sí
que desenrollan el tiempo! —atestiguó un Guille adulto con gesto displicente.
—¡No te la
des de superado! ¿Acaso no fueron buenos tiempos? —lo fustigué.
Curvó los
labios: —Prefiero el actual.
No le iba a
discutir. Me volví hacia Sami que seguía nuestro intercambio: —Voy a llamar a
mamá y prepararme para la salida. ¿Qué debo cargar?
—La malla y
la pantalla solar. ¿Tenés algún sombrero?
—No.
—Yo te
presto —dirimió.
Al llegar al
descanso superior de la escalera me detuve a contemplar la gesticulación de los
hermanos: el gurka parecía reprochar a Sami y ella defenderse, hasta que él le
cercó los hombros con un brazo y le habló al oído. Huí al corredor, por temor a
que me sorprendieran, cuando Sami le echó los brazos al cuello. Cualquiera
hubiese sido el comienzo de la disputa, era obvio que había sido zanjada para
satisfacción de mi amiga.
Hablé con mi
madre, desistí de llamar a Noel, pensé en India y decidí comunicarme al regreso
si Guillermo no nos conectaba. Ya estaban los hermanos al lado del auto cuando
bajé. Samanta me encasquetó una gorra roja con visera blanca y me miró
complacida: —¡Te queda de diez!
Yo me
enfrenté a la mirada aprobadora del gurka y, ambas, a su interrogatorio.
—¿A qué
distancia está ese lugar? —inquirió.
—¿Por qué?
—lo desafió su hermana.
—Porque
podría ser agotador manejar varias horas —dijo con parsimonia.
—Yo la
relevaré —intervine.
—¿Vos?
—formuló incrédulo.
—Aunque no
tenga auto —acentué—, oficié de chofer para Noel durante los tres meses que le
llevó recuperarse de una fractura múltiple de tobillo.
—¡Perdón, milady! No pretendí ofenderte —se
disculpó.
Como no le
contesté, siguió con los planteos fraternales.
—¿Sabés cómo
llegar?
—Darren me
instruyó sobre el uso del GPS —respondió Sami con paciencia—. Para tu sosiego,
Pasos Malos está a solo cuatro kilómetros.
—¿Se van sin
almorzar? —perseveró.
—Darren nos
hizo una reserva en Cabeza del Indio —reiteró con igual tolerancia—. Allí
podremos dejar el auto para bajar al arroyo.
—¡Joder con
el Colorado! —renegó Guillermo.
¡Se había
enojado! La reacción fue tan inesperada que Samanta y yo no pudimos contener la
risa. Ella abrazó a su enfadado hermano e intentó consolarlo: —¡Vamos, gurka!
Organizanos una excursión para mañana. Tenés toda la tarde para elegir el
destino de tu preferencia, ¿verdad, Marti?
—¡Dale,
Guille, sorprendenos! —le pedí en tono festivo.
—No tomen
ningún riesgo y manténganse en contacto —se repuso él separándose de Sami.
—Está bien,
plomo —a mi amiga se le había terminado el aguante—. No nos acosés con
llamadas. ¿Vamos, Marti?
Lo saludamos
agitando las manos y partimos. El camino sinuoso flanqueado de vegetación y
corrientes de agua desembocaba en el restaurante y mirador Cabeza del Indio.
Estacionamos el coche y antes de ingresar a la casa de comidas, una pintoresca
cabaña de troncos, nos quedamos observando el agreste paisaje que la rodeaba.
Aspiramos el aire puro que pareció cargarnos de energía y nos sacamos algunas
fotos contra ese majestuoso fondo. Nos tenían preparada una mesa al lado de un
ventanal doble con vista panorámica al mirador.
—Mi hermano
trabaja en la obra vial y me pidió que reservara la mejor ubicación a la señora
del ingeniero y su amiga —nos dijo el obsequioso camarero.
—Muchas
gracias —respondió Sami—. ¿Cuál es su nombre?
—Luis, para
servirla.
—¿Qué nos
recomienda para el almuerzo, Luis? —le sonrió.
—Chivito al
disco con un buen vino tinto si no van a bajar al arroyo.
—Vamos a
bajar, así que lo acompañaremos con agua mineral —me miró y yo asentí.
Luis nos
alcanzó un entremés para matizar la espera y nosotras nos dedicamos, al decir
de Guillermo, a desovillar el tiempo.
XIX
—Esta mañana
mi maridito, aparte de reservarnos el lugar, cargó los datos de India en su
computadora y me comuniqué con ella —principió Samanta—. Ya no dependeremos de
Guille para hablar con tu amiga.
—Desde ahora
nuestra amiga, por lo que veo —reí—. ¿Cómo va su romance?
—Si verse a
diario es índice de interés, está más que interesada —me confió Sami.
—¡Qué bien
por India! —me entusiasmé—. Es una excelente mujer que merece encontrar un buen
compañero.
—¿Y por casa
cómo andamos? —aludió Samanta.
No eludí su
mirada de interés legítimo. Incliné la cabeza e hice un gesto de apatía. Pensé que analizar mi relación en voz alta ayudaría a esclarecer
mis verdaderos sentimientos.
—¿Por
dónde empezar? —inicié—. Apenas conseguí trabajo me fui de casa. Los primeros
años los pasé en soledad, adaptándome a mis magros ingresos que no me permitían
ninguna salida. Los lugares que frecuentaba no me deparaban encuentros
interesantes y, aunque te resulte grotesco, soñaba iniciarme en el sexo
enamorada. Creí estarlo a los veintidós años, aunque la experiencia anhelada no
se acercó siquiera a lo esperado. La relación languideció hasta la separación.
Tres años después, conocí a Ignacio. Era el hombre que cubría todas mis
aspiraciones: maduro, culto, considerado. A los once meses, supe que era
casado. Otra ruptura. Cuando la ansiedad por otra experiencia me había
abandonado, conocí a Noel. No convivimos pero supongo que alguna vez lo haremos
—concluí.
Sentí
la falta de pasión en ese recuento de mi vida amorosa y comprendí el silencio
de mi amiga. Luis se acercó con el menú y nos concentramos en degustar el
plato. Sumida en la exploración de mi discurso caí en la cuenta de que nada
justificaba la expectativa de una vida en común con Noel y deduje que Sami
había llegado a la misma conclusión. Después de elegir el postre, Luis nos
indicó cómo llegar hasta el arroyo.
—El
sendero forma con las piedras una especie de escalinata que va bajando hasta
Pasos Malos. Ustedes, calzadas con zapatillas, van seguras.
—¿Podremos
dejar la ropa y la cámara adonde nos acomodemos? —averiguó Samanta.
—Ya
lo había previsto, señora. Mis sobrinos les cuidarán las cosas. Son los hijos
del empleado del ingeniero —aclaró.
Enseguida
volvió con dos muchachitos y los presentó como Rolfi y Pedro, con quienes
iniciamos el descenso. El camino era maravilloso, un verdadero vergel entre
piedras, hoyas de agua transparente, cascadas entre los desniveles rocosos y un
increíble arco iris engendrado por los rayos de sol y un salto que se
pulverizaba contra las piedras. Allí nos detuvimos para sacar varias
instantáneas y diversión de los chicos que rivalizaban por fotografiarnos
juntas. Nos costó animarnos a meternos en el agua fría que resultó deliciosa
cuando nos adaptamos a su temperatura. Mientras estábamos chapoteando, Rolfi
agitó el celular de Sami y le avisó de una llamada.
—¡Dejalo!
—le gritó, y me dijo—: Seguro que es Guille. Que se aguante hasta que salgamos.
Me
sonreí y seguí haciendo la plancha. El sol calentaba amigablemente el anverso
de mi cuerpo mientras flotaba con los ojos cerrados, tan relajada como mi
mente.
—¿Vamos
a tomar unos mates? —propuso mi amiga al tiempo.
Me
dí un último chapuzón y me trepé a la orilla cuidando de no resbalar.
—¡Chicos,
vayan a bañarse si quieren! —los liberó Samanta.
Nos
acomodamos sobre una roca plana que ofició de asiento. Sami le devolvió la llamada
al gurka: —Estábamos en el agua… Todo bien, hermanito… No lo sé… Te aviso, sí…
Le digo. Chau —cerró el aparato y me dijo—: Te manda saludos.
—Gracias
—expresé mientras le tendía el mate.
—Retomando
—principió ella—. No lo conozco a Noel, de modo que ninguna emoción me
despierta… Tanto como la que transmite tu relato —acotó—. No te ofendas, Marti,
pero tu vida amorosa no le pone la piel de gallina a nadie…
—Falta
conocer la tuya —dije un poco resentida.
Se
largó a reír y me abrazó: —¡No te enojes, Martilinda, que te auguro un amor
como nunca lo soñaste!
—¿Ahora
te dedicás a las profecías? —ironicé.
—Mmm…
—silabeó misteriosa—. La revelación te deslumbrará como a mí.
—¿Ves
a un colorado en mi vida? —me burlé.
—No.
Ni a un rubio —afirmó—. No te voy a decir más.
Me
devolvió el mate cargado. Sorbí pensativamente la infusión y lo llené antes de
retornarlo. Repetimos la ceremonia por un rato hasta que la yerba perdió el
sabor. Samanta la renovó y prosiguió la charla pendiente: —Cuando nos mudamos,
mamá perdió la brújula. No se podía acomodar a su nuevo hábitat. Papá estaba
absorto en su trabajo y el gurka terminando el secundario. Yo me enredé en
salidas y diversiones que terminaban en continuos reproches por mi escasa
contracción al estudio. Dos años después conocí a Daniel y el resquicio para
salir de casa. Nos casamos y seguimos en la juerga como dos irresponsables
hasta que su padre nos cortó los víveres. La falta de recursos aceleró la
ruptura y como dice el tango, “volví vencida a la casita de mis viejos”.
La
escuché con estupefacción. La familia modelo de mi adolescencia tenía fisuras
como la mía.
—En
nuestros ocasionales contactos ni siquiera me dijiste que te habías casado… —me
sorprendí.
—Eras
la parte equilibrada de la relación. Supongo que de estar me habrías sacado de
la iglesia a los tirones como del cumpleaños de Goyo, ¿te olvidaste?
Este
recuerdo desató nuestra risa. Tan pronto remitió, consideré: —¡Pero el gurka sí
estaba! ¿No recreó nuestra aventura?
—¡Oh…!
En esa época estaba en plena revolución hormonal. Entre la escuela y sus
conquistas apenas le quedaba tiempo para la familia. Cuando regresé había
entrado en la universidad. Para entonces, mamá se había refugiado en una
congregación religiosa a la que dedicaba tiempo completo. Intenté encontrar
algún empleo para no depender de papá y descubrí que no estaba preparada para
nada práctico. Me alisté como auxiliar en un servicio telefónico de emergencias
y así me relacioné con Jason, mi segundo marido. Guille casi cumplía los veinte
años y estaba construyendo el software que lo haría famoso. No obstante, se
hizo tiempo para acercarse a mí e interesarse por mi boda. Por primera vez se
inmiscuyó en mi relación y fue para pedirme que no me precipitara. ¡Pero yo
seguía queriendo huir de casa, Marti! —enfatizó.
—No
me hubiera imaginado al gurka tan criterioso… —me ensimismé.
—¿Viste?
—sonrió—. Al menos, maduró más rápido que su hermana mayor. Y con los años,
Marti, se convirtió en un hombre cabal y mi mejor amigo. Será muy afortunada la
mujer a quien ame —dijo en tono entrañable.
—No
me caben dudas —bromeé—. Es un buen partido, como diría mi mamá.
Sami
me dedicó una morisqueta y retomó su historia: —Lo desoí. A los seis meses
emprendí mi nueva aventura matrimonial y un año después la segunda separación
con denuncia de maltrato por medio.
—¡Sami!
¿Te golpeó? —me indigné.
—Pero
él se llevó la peor parte. Cuando Guille me vio aparecer en su departamento con
el labio partido me curó, me consoló y después lo fue a buscar. ¡Le bajó dos
dientes y le advirtió que si se me acercaba se quedaría sin ninguno! Si alguna
parte de su anatomía le importaba a Jason, era su dentadura. Con semejante
amenaza, me evitó como a la peste. Yo no quería pedir refugio en la casa
paterna, de modo que Guille me alojó con él y me cedió su dormitorio. Fue muy
generoso y a pesar de que entorpecí su privacidad, nunca me lo hizo notar.
—Sí
—admití—, el antiguo gurka dio paso a sir Lancelot.
—A
poco de estar instalada me ofrecí para ordenar sus papeles de trabajo visto el
tiempo que le llevaba ubicarlos en la premura de la creatividad. Sin
premeditarlo, fui su primera secretaria.
—¡Mirá
por dónde te apareció un trabajo! —reí.
—Me
contrató, me ofreció un sueldo muy generoso y, para su alivio, lo primero que
hice fue alquilarme un pequeño departamento. Para resumir, esta independencia
me dignificó: reparé los lazos familiares y me habilitó para el encuentro con
Darren.
La
pausa que siguió estuvo delimitada por el paréntesis de nuestros ojos enlazados
en una sonrisa.
—¡Me
alegro tanto por vos…! —dije al fin con regocijo—, aunque voy a ser franca;
trece años atrás no hubiera apostado por este final.
—Porque
te olvidás de un partícipe necesario: el gurka —me recordó.
—¡Precisamente!
—le recordé yo—. Ustedes eran discípulos de Abel y Caín.
—Y
vos nuestra mediadora, ¿te acordás?
Nuestro
silencio melancólico fue interrumpido por Rolfi y Pedro que nos traían una
invitación de su tío. Juntamos nuestras pertenencias y subimos hasta la
confitería. Luis nos acompañó a la misma mesa que habíamos ocupado en el almuerzo.
—Mi
hermano desea agasajarlas con un servicio de té —nos participó.
—Se
lo agradecemos, Luis, tanto a usted como a su hermano por tantas atenciones
—aseguró Sami.
Compartimos
la pródiga mesa con los chicos cuya charla nos entretuvo hasta darnos cuenta de
que había oscurecido. Samanta atendió su teléfono con una sonrisa adelantada:
—Estábamos por pegar la vuelta… El auto tiene los faros en condiciones, para tu
conocimiento… No seas cargoso, hermanito… ¡Jaja…! Te paso, maniático… —me
tendió el aparato—. Quiere hablar con vos.
Lo
tomé sin poder evitar un gesto de sorpresa: —Hola —articulé con demora.
—Hola,
milady, necesitaba escuchar tu voz
—expresó Guille con voz grave.
Sentí
que el corazón se me disparaba. La confidencia de Sami me había sensibilizado
con relación al gurka. Traté de quebrar esa cápsula emotiva: —¡Ah…! No sé por
qué. Apenas hace unas horas que hablamos.
—Para
mí una eternidad, acostumbrado a verte desde la mañana hasta la noche
—argumentó.
—Andá
entrenándote —alegué para romper el clima—, se termina en una semana. ¿Alguna
otra observación?
Escuché
su risa sofocada. Después, con voz tierna: —No me vas a desanimar, milady, estoy acostumbrado a los
desafíos.
—Chau,
Guille —me despedí y corté la inquietante comunicación.
XX
Demoramos
para ingresar al centro porque el tránsito se había atascado en la Avenida Dos
venados. Darren, preocupado por la tardanza, se comunicó con Samanta quien lo
tranquilizó asegurándole que estábamos bien. A las diez de la noche
estacionamos en el parque profusamente iluminado.
—¡Ya
las daba por perdidas! —pregonó el Colorado abrazando a Sami.
—¡Más
quisieras! —rió la aludida besándolo.
—¿Huelo
a asado? —pregunté olfateando a mi alrededor.
—Iniciativa
de Bill para completar vuestro día de esparcimiento—dijo Darren—. No tienen más
que pensar en un baño reparador.
—¡Y
yo que venía preocupada especulando en cómo alimentar a mis trogloditas!
—dramatizó Sami.
Darren
le aspiró la risa con un beso y yo los abandoné a sus arrumacos. Duchada y
vestida, me acometió el impulso de llamar a Noel. No pretendía definir nuestra
relación por teléfono, pero sentía curiosidad acerca del efecto que le producía
mi ausencia. Ese intento fue exitoso.
—¡Hola!
—contestó Noel al cuarto timbrazo.
—Hola,
Noel —saludé—. Por fin te encuentro.
En
el lapso que medió entre mi objeción y su respuesta me percaté de que lo había
dicho maquinalmente, pues no me sentía afectada por la falta de coincidencia
—¡Marti!
Me preguntaba cómo la estarías pasando.
—De
lo mejor. El reencuentro con Sami superó todas mis expectativas —aseguré.
—Me
alegro. Supongo que estarás paseando. ¿El tiempo acompaña las excursiones?
¡Nada
que evidenciara su interés ni su ansiedad por la separación! Si me hubiese
detenido a reflexionar, atendiendo a la displicencia de mis sentimientos, no me
hubiera dejado llevar por el falso orgullo herido y por el arrebato de hacerlo
reaccionar: —El tiempo y mi amigo
—acentué—. No hace más que agasajarme.
—¿Te
referís a Guillermo Moore? —preguntó con cautela.
—Al
mismo —dije con afectación—. Estoy descubriendo bajo el antiguo gurka a un
auténtico caballero andante —aguardé su reacción.
—No
se podía esperar menos de un iluminado —su voz denotaba entrega—. Yo sabía que
iba a terminar por conquistarte.
Me
dejó con la boca abierta. ¿Desde cuándo Noel era tan perceptivo como para
descubrir las ocultas intenciones de Guille? A menos que…
—¿Cuándo
te lo dijo? —me jugué.
—La
víspera de tu partida. Esa noche cené en el hotel con Moore y su equipo y
terminé compartiendo una copa en su habitación.
—Me
explicaste que tenías una cena de trabajo…
—¡Y
era así, Marti! No podía rechazar su invitación —sostuvo como dogma
irrefutable.
—¿Y
después de la cena no podías venir? —insistí.
—No
quería ponerme límites, querida. Para mí era una ocasión inesperada.
—¿Te
lo propuso el mismo lunes? —yo perseguía descubrir alguna conspiración para
echarle en cara.
—No,
Marti. A decir verdad nació espontáneamente de nuestra charla del domingo a la
noche cuando me dijo que el lunes despediría a sus colaboradores con una
comida. ¿Te imaginás? ¡Compartir el núcleo de su actividad era una oportunidad única!
—expresó con exaltación.
—Claro…
No era igual a tener una deslucida despedida conmigo —señalé.
—Mirá,
Martina, creo que nos debemos una charla. Vos, al igual que yo, no ignorás que nunca
hablamos del destino de nuestra relación. Acaso por no enfrentarnos a una
respuesta que nos arrojaría a la soledad. Ninguna vez mencionaste que te
interesaba constituir una pareja estable conmigo; parecés tan cómoda en este
vínculo poco comprometido… —esta última observación sonó un poco quejosa.
—Tampoco
vos te esforzaste demasiado —dije sin ánimo de enfrentamiento—. Es curioso —le
confesé—, también yo hice un balance de nuestro noviazgo y descubrí que tiene
tan poca emoción como viajar en triciclo.
—¡Jajá!
—estalló después de un segundo—. Es lo que voy a extrañar de vos, Marti. Esas
ocurrencias capaces de transformar un melodrama en una comedia.
—Parece
que nos estamos despidiendo, ¿verdad, Noel? —dije con dulzura.
—¡Por
favor, querida Marti! No ha sido mi intención aprovechar esta circunstancia…
—Quedate
tranquilo —lo interrumpí—. No me voy a servir de la amistad con Guillermo para
descalificarte.
—¡Eso
no me importa ahora! —exclamó con presteza—. ¡Desisto de cualquier contacto que
pueda mortificarte!
—¡Oh,
Noel! Es tan generoso de tu parte… —manifesté, conocedora del valor de su
renuncia—. Pero no te preocupes, esta separación la venía elaborando. Lloraré
un poco, ¿por qué no?, pero no voy a languidecer de amor —aseguré—. Ya
tendremos oportunidad de hablar más tranquilos cuando vuelva a Rosario. ¡Ah…!
Un consejo: a la próxima no la excluyas de tus actividades. Chau, Noel, que
tengas buenas noches —colgué porque era demasiado para ese día.
Me
senté al borde de la cama con una agridulce sensación de vacío. ¡Cómo
necesitaba un abrazo consolador! Las lágrimas se rehusaban a brotar. ¿Acaso un
duelo no las exigía? Un discreto golpe en la puerta detuvo mi cuestionamiento.
—¿Marti?
—la voz de Samanta sonaba preocupada.
—Pasá
—autoricé.
—Como
tardabas tanto… —se disculpó al entrar.
Permanecí
sentada mientras ella se acercaba. Su patente interés por mi bienestar invocó
el llanto reticente. Unos lagrimones rodaron por mis mejillas ardorosas.
—¡Marti!
—clamó mi amiga y se sentó junto a mí. Me abrazó y me sostuvo hasta que la
aparté con suavidad.
—Rompimos
con Noel —comuniqué.
—¿Se
lo dijiste por teléfono? —se asombró.
—Agradezco
tu confianza, pero es más honesto decir me
lo dijo.
—¿Te
llamó para ESO? —se indignó.
—Yo
lo llamé —corregí.
—Lo
siento, Marti. ¿Estás muy afectada?
—Me
siento rara. Desapareció un punto de referencia en mi vida… —suspiré.
—Si
no era más que eso ¡enhorabuena! —se arrebató Samanta—. ¡Basta de auto
conmiseración y a buscar algo por lo que penar realmente!
A
pesar del momento, su arranque me hizo reír: —¿Estás deseando que sufra?
—Al
menos por un sentimiento que te haya hecho vibrar —dijo empecinada.
Ahora
la abracé yo: —No te preocupes, Sami, que Noel no hizo más que anticipar una
conversación que se iba a dar en cuanto regresara. Lo único que te pido es que
quede entre nosotras. ¿Podrá ser? —pregunté conociendo la adhesión que tenía
con Darren.
—Lo
prometo —aseveró dándome un beso—. ¿Estarás bien?
—Sí.
Me arreglo un poco y bajo.
Asintió
y me dejó a solas. Compuse mi aspecto con un poco de maquillaje y bajé a
encontrarme con quien sentía, un poco, promotor de mi impreciso futuro.
XXI
Samanta
y Darren estaban sentados a la mesa instalada en la galería. Las pupilas del Colorado
tenía un dejo de leve compasión, indicio de que Sami no había resistido la
tentación de referirle mi crisis. Por efecto transitivo, supuse que Guille
también estaría enterado. Sus ojos inquisitivos me lo confirmaron. Tal vez la
mirada de los hombres me confortó o, posiblemente, me resistí a interpretar el
rol de víctima, por lo que probé y elogié cada una de las porciones que el
gurka me ofreció de la fuente. Entretuvimos a los muchachos con el relato de
nuestro día en Pasos Malos y Sami le pidió a Darren que bajara las fotos en su
computadora, pedido que satisfizo al término de la comida. Nos reunimos
alrededor de su escritorio para apreciarlas; los paisajes captados en las
instantáneas eran bellos pero no transmitían el encanto que nos había colmado
al descubrirlos en el sinuoso recorrido. Después estaban las fotografías que
Sami y yo nos sacamos mutuamente y aquellas que nos tomaron los chicos. Ante
una se detuvieron los varones, un retrato de nuestros rostros salpicados por el
rocío de la cascada e iluminados por el espectro del arco iris. El embeleso
resplandecía en nuestros ojos y bocas dotando de vida a la imagen congelada en
la pantalla. ¡Bien por Rolfi o Pedro cualquiera
haya sido! aplaudí.
—¡Están
preciosas! —declaró Darren atrayendo a Sami sobre sus rodillas. Después,
murmuró—: Y nosotros tenemos la suerte de contar con los originales…
¿Nosotros? Desvié la vista hacia
Guillermo acechando su reacción ante el comentario que lo involucraba, pero
estaba absorto en la contemplación de la foto. Mientras Samanta reía abrazada
al Colorado, él examinaba el retrato con grave concentración. Me pregunté qué
estaría pensando ahora que yo era una mujer disponible. Este interrogante me
inquietó, pues contenía la posibilidad de una eventual aceptación. ¡Es el hermanito menor de mi amiga!
gritó mi superego horrorizado. Revisté la silueta del gurka a la pálida luz del
estudio y admití que coincidía poco con la definición de hermanito menor.
—Si
no se enojan, los abandono —dije—. Estoy cansada.
Guille
pareció resucitar al sonido de mi voz. Se acercó y tomó una de mis manos entre
las suyas: —¿Podrás madrugar mañana? —inquirió con gentileza.
—Sí
—asentí turbada—. ¿Adónde iremos? —indagué, liberando mi extremidad.
—A
visitar una mina abandonada y una gruta milenaria —sonrió—. ¿Querés más
detalles?
—Mañana
—especifiqué—, ahora me voy a dormir. ¿A qué hora saldremos?
—A
las ocho, y desayunaremos por el camino así no tienen que levantarse tan
temprano. ¿Querés que te despierte? —preguntó solícito.
Miré
con recelo su rostro impasible: —No hace falta. Pondré un recordatorio —me
volví hacia los dueños de casa que seguían mirando las fotografías y le di un
beso a Sami. Me abrazó y me dijo en voz baja: —No se te ocurra llorar a solas,
¿eh?
Me
largué a reír. Por cierto que ya había pasado mi momento de debilidad: —Tengo
pensado dormir hasta que suene la alarma del celu —aseguré.
∞ ∞
Me
desperté a las siete y preparé el bolso para la excursión. Dudé en ponerme la
malla porque nubes oscuras cubrían la mayor parte del firmamento. Finalmente me
arriesgué porque, ¿acaso no tenía Merlo un microclima especial? Antes de las
ocho estaba abajo y la única persona a la vista era Samanta.
—¡Buen
día, Marti! ¿Dormiste bien?
—Como
un lirón. ¿Darren se fue?
—Sí.
Tiene pensado avanzar en el trabajo para tomarse el día mañana. ¡Será el primer
día entero que me dedique desde que estamos aquí! —dijo radiante. Después,
recordando mi infortunio—: ¿Cómo anda tu ánimo?
—Mejor
que ayer —reconocí—. No todos los días la abandonan a una.
—¡Estate
segura de que será para mejor! —pronosticó en medio de un abrazo.
Así
hermanadas nos sorprendió Guille.
—Lindo
cuadro mañanero —alabó—. ¿Están listas para salir?
Nos
separamos riendo y lo seguimos acarreando nuestros bolsos. Sami se acomodó en
el asiento trasero y yo al lado del conductor sin que mediara orden del gurka.
Antes de partir le pregunté: —¿Llevás tu notebook?
—Sí.
Pero si querés conectarte con tu mamá y con India podés hacerlo desde la
pantalla de comando del auto.
Lo
miré agradecida porque a ese efecto iba dirigido mi interés. Antes de volverse
hacia el frente, manifestó: —Ahora prestá atención a mis instrucciones porque
después del desayuno vas a conducir vos.
—¿Me
dejarás manejar? —me sorprendí.
—Si
querés —sonrió.
¡Claro
que quería! Escuché sus indicaciones con absoluta concentración; no estaba
dispuesta a desmentir mis dotes de piloto. El parador, adonde Guillermo nos
anticipó los pormenores de la excursión, quedaba a quince minutos del centro.
—Vamos
a conocer el pueblo minero de La Carolina hoy escasamente poblado. Haremos una
excursión por la mina de oro abandonada, conoceremos la casa natal de Lafinur,
tío bisabuelo de Borges y, por último, la gruta de Inti Huasi.
—¿Cuán
lejos están? —preguntó Sami.
—Cerca
de doscientos kilómetros —respondió su hermano—. Viajaremos por el camino
asfaltado. Primera parada: La Carolina.
A las
nueve me puse al volante del Mercedes. Después de ajustarme el cinturón, le
eché un vistazo a su dueño. Me guiñó el ojo con una sonrisa confiada y entonces
arranqué. Puse todos mis sentidos en el manejo de la estupenda camioneta que se
deslizaba sobre el pavimento como si flotara. Estar sentada en el asiento del
conductor, delante del tablero iluminado y el completo GPS me hacía sentir como
el comandante de una aeronave. Aceleré de más cuando adquirí confianza y
aprecié la templanza de Guille que se abstuvo de intervenir para que retomara
una velocidad prudente. Hice mi entrada triunfal en el casco de la antigua
ciudad minera y estacioné en las cercanías del restaurante que me indicó. Me
liberé del cinturón y miré primero hacia el asiento trasero. Sami hizo la
pantomima de estar al borde de la histeria. Riendo, me volví hacia Guillermo:
—Creí que te verías pálido como un espectro —observé.
—No
sé por qué. Confiaba en vos.
—Mmm…
No es lo que dicen los hombres cuando le ceden su auto a una mujer —afirmé.
—Es
la primera vez que me reconocés como hombre, ¿te diste cuenta? —dijo sugerente.
No
caí en la trampa. Evadí la respuesta e insistí: —Nunca me habías visto manejar.
—No.
Pero aparte de vos, confiaba en mi auto —expuso con suficiencia.
—¡Ah…!
¿Tan fantástico es?
—Está
programado para detectar la inminencia de un choque. En tal caso, se accionan
las bolsas de aire y se posicionan los asientos a modo de aviso para el
conductor temerario —curvó los labios en una sonrisa guasona.
Remedé
su gesto y le sostuve la mirada hasta advertir que sus ojos adquirían esa
profundidad de mar turbulento que me aturdía.
XXII
—Chicos…
Voy hasta el parador. Necesito un baño —anunció Samanta.
—Tengo
que confirmar el horario de la excursión —se recobró Guille—. ¿Venís conmigo? —me
preguntó.
—No
te enojes… —dije en tono consentido—, pero ahora quiero conectarme con India.
—Milady, ya sabés que tus deseos son
órdenes para mí —aceptó con gesto resignado.
Configuró
la pantalla y me dejó a solas. Hablé primero con mamá a través de la opción
telefónica y después me contacté con India por video llamada.
—¡Te
estaba esperando, Martina! —me recibió con entusiasmo. Abrió la boca y los
ojos—: ¿Estás en un Mercedes?
—Sí
—reí por el gesto y la pregunta frívola—. Es del gurka.
—No
me dirás que se lo trajo… —arriesgó después de una pausa.
—Sí.
En avión de carga.
—¡Chapó!
Ni mi padre se hubiera dado el lujo —se admiró.
—Pasemos
a lo importante que no tendremos mucho tiempo de privacidad—apremié—. ¿En qué
estadio se encuentran Román y vos?
—Al
borde del diez, amiga —confesó con expresión soñadora.
En
esa tabla de nuestra propia confección el diez era la etapa a la cual ninguna
había llegado: la del enamoramiento incondicional.
—¡Oh,
India, creí que nunca me lo ibas a decir! —declaré efusivamente.
Rió con
alborozo antes de indagarme: —Y vos… ¿a cuál llegaste?
—Volví
a foja cero —revelé.
—¿Estamos
hablando de Noel? —articuló cuidadosamente.
—Me
dejó.
—¿Dejó?
—repitió pasmada.
—Plantó,
abandonó, rompió, se largó… Lo que más te guste —redundé con tranquilidad.
Me
observó con gesto pensativo. Luego: —Ya decía yo que no todo estaba perdido con
ese hombre. Tuvo la entereza de liberarte para que se cumpla tu destino.
—Querida
pitonisa, preferiría que me digas qué número saldrá en la quiniela y yo te
develaré cuál será mi futuro —me reí.
—No
lo tomes a la chacota —se ofendió—. Quiero que me contestes dos preguntas que
te hago como hermana —dijo con gesto solemne: —¿La decisión de Noel te dolió?
Me
encogí de hombros: —En mi amor propio. Ni siquiera me sorprendió, no fue más
que una determinación que veníamos postergando.
—Bien.
Ahora la otra: ¿Algo varió con respecto a Guillermo? ¡No quiero evasivas! —me
advirtió.
—Algo
—dije lacónica.
—¿En
cuál estadio estás?
—¡Ni
lo pensé! —exploté.
—Pensalo
ahora. ¿En cuál? —siguió implacable.
—En
el primero —dije al fin. Era el de reconocimiento.
—¡Pucha
que estás atrasada, hermana! ¿Una semana empantanada en el uno? Yo, en menos
días, arribando al diez.
—No
me confundas más de lo que estoy, India. Nada de esto entraba en mis cálculos.
—Tampoco
Román en los míos. Pero no me empeciné en impugnar mis sentimientos —señaló
reprobadora.
—Estás
evolucionando; de adivina a sicóloga —la ataqué.
—Marti…
—rogó con afecto—, date una oportunidad. Nadie dice que estás obligada a
compartir sus sentimientos, pero ¿cómo saberlo si te metés en el bunker de la
negación? Y no me vengas con la perorata de la diferencia de edad porque podría
nombrarte cientos de parejas exitosas, como…
No
la dejé terminar: —Pará, India. No me interesan las experiencias ajenas.
Aprenderé de las mías —declaré con firmeza.
—¡Qué
bien! ¡Eso quiere decir que estás a punto de asumir el riesgo! —apostó.
La
escaramuza no continuó porque se acercaban Samanta y Guillermo. Me bajé del
auto y les hice señas: —¡India quiere saludarlos! —pregoné.
Los
hermanos ocuparon el asiento delantero y charlaron un rato con mi amiga.
Estábamos cerca del mediodía y las nubes seguían ocultando buena parte del sol.
Guille, que ya quería almorzar, se avino al deseo de Sami y el mío que
deseábamos recorrer el pueblo y visitar el Museo de la Poesía. La villa minera
de callejuelas y casas empedradas nos transportó a la época de la colonia.
—¿Saben
cuál es el nombre completo del museo? —nos preguntó Samanta que se había
ilustrado con los catálogos.
—¡No!
—le respondimos a coro el gurka y yo.
—Museo
de la Poesía Manuscrita —dijo con aire de sabihonda—. En Sudamérica es el único
museo estatal orientado a preservar textos manuscritos. Los hay de Borges,
Sábato, Ibarbourou, Mujica Lainez, del mismo Lafinur y de muchos otros
escritores del mundo. El camino de ingreso está bordeado de bustos de bronce de
hombres y mujeres de las letras sostenidos sobre pedestales de mármol. Y
también hay una réplica del laberinto borgiano.
Nos
llevó más de dos horas recorrer el museo, conocer la sala de audiovisuales, el
café literario y la biblioteca. Guillermo amenazó con irse a comer solo si
seguíamos intentando leer cada uno de los textos exhibidos.
—¡Sos
insufrible, gurka! ¡Tan tranquilas que la pasamos ayer! —regañó Sami.
Él
la miró con tolerancia y enumeró: —Almuerzo, mina de oro y cueva. Nos queda un
largo camino, muchacha.
—Tiene
razón, Sami —intervine—. Llegamos hasta acá y no nos vamos a perder lo que
falta… —mi tono era conciliador.
—¡Ja!
¡Nada ha cambiado! Siempre lo defendés a él —dijo enfurruñada.
No
pude evitar una carcajada que reprodujo mi amiga y nos valieron diversos
chistidos de los que revisaban los manuscritos. Guille nos tomó del brazo y nos
arrastró hacia la salida. Acabamos el jolgorio en la puerta, ante su mirada condescendiente.
—Si
terminaron de divertirse —aventuró—, volvamos al restaurante.
A
las cuatro de la tarde, bajo un sol que intentaba asomar entre las nubes,
emprendimos la corta caminata hacia la mina. Un guía joven equipado con mochila
y acompañado por un perro estaba a cargo de la excursión. Nos proveyó de botas
y cascos con luces e hicimos un recorrido por los alrededores antes de ingresar
al interior del cerro. La explotación tenía una antigüedad de doscientos años y
había sido comenzada por los españoles y continuada por los ingleses
contratando mano de obra local y de países limítrofes. Al agotarse el oro, el
yacimiento y el pueblo fueron abandonados; hoy no lo habitaban más de
doscientas personas.
Sobre
el terreno perduraban las pircas, muros de piedra encastradas que delimitaban
propiedades o servían de corrales. Me quedé fascinada por un grupo de llamas
que pacían mansamente en las cercanías y con las ganas de arrimarme para
acariciarlas porque al intentarlo, Guille -que interpretó mi intención- me tomó
del brazo y me alertó: —Con ese equipo no vas a poder salir corriendo si no son
tan dóciles como parecen.
Miré
las pesadas botas inadecuadas para el tamaño de mis pies y tuve que darle la
razón. Delante nuestro caminaba un matrimonio joven custodiando y reprendiendo
a un niño de unos seis años. Me sonreí al recordar la canción de Serrat: “niño…
que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”. Al llegar a la
entrada de la mina, el baqueano nos encareció que usáramos los cascos y evitáramos
salpicar al caminar por el suelo encharcado. Tampoco debíamos tocar las paredes
de la bóveda ni el techo para evitar roturas que dieran lugar a deslizamientos.
Tardamos en iniciar el recorrido hasta que el cicerone zanjó la discusión de la
pareja acerca de quien se quedaría cuidando al pequeño barrabás para recorrer
primero la excavación. Tiró una moneda al aire y salió favorecido el padre.
Entramos en fila de dos detrás del guía y su perro dejando a nuestras espaldas
los gritos de protesta de la criatura. Nos enteramos de que el túnel principal
tenía seis cuadras y había sido excavado con herramientas manuales en forma de
bóveda de tal manera que no hubo necesidad de apuntalarlo. La procesión de
visitantes escuchaba con atención las explicaciones del lugareño y solo se oían
apagados murmullos en la densa oscuridad cribada por las luces de los cascos.
Yo tenía plena percepción de la presencia del gurka rozando mi perfil por el
aroma de su inconfundible colonia (Chanel, había identificado India). Algunas
veces, al detenernos para apreciar detalles que nos señalaba el baqueano, sentí
que su aliento rozaba mi pelo como si se volviera para contemplarme. Imaginé
que si volteaba la cabeza hacia el costado sus labios rozarían mi frente.
Peligroso, pensé, porque las sombras me hacían vulnerable a los abrazos. Así avanzamos, yo siempre mirando al frente y perdiéndome, cada
tanto, algunos pormenores ubicados a mi diestra. En esas oportunidades,
escuchaba el susurro burlón de Guille a quien no le pasaba desapercibida mi
actitud: “A la derecha, milady”, sin
que yo me diera por aludida. Lo que sí pude apreciar, a la izquierda, fue la
galería cavada en un cruce para seguir la veta de cuarzo que –suponían-
acompañaba una de oro. El ingreso estaba cerrado al paso por una reja. Cerca de
la salida, anunciada por el resplandor exterior, escuché a mis espaldas los
alaridos de una mujer: —¡Pedrito! ¡Volvé! ¡Mi hijo! ¡Agarren a mi hijo!
Atrás
se mezclaban los gritos de sorpresa con las puteadas a madre e hijo. Distinguí
ruidos de caídas y yo misma grité cuando un bulto se estrelló contra mis
piernas haciéndome perder el equilibrio. Un brazo vigoroso me sujetó de la
cintura a la par que me proyectaba sobre un cuerpo que olía a Chanel.
—¡Quieto,
fiera! —rugió el gurka atrapando a Pedrito.
XXIII
El
pibe, amedrentado por la orden de quien lo sostenía, se dedicó a lloriquear en
voz baja. Distinguí la voz de Samanta entre el bullicio: —¡Marti, Guille!
¿Están bien? —preguntó en inglés.
—¡Sí!
—Le contestó su hermano en el mismo idioma—. ¡No te muevas de dónde estás!
El
guía gritó: —¡No se vuelvan! ¡Caminen hacia la salida que está cerca!
Atrás
continuaban los clamores de la mujer y los improperios de los paseantes. Un
hombre se abrió paso hacia nosotros voceando el nombre del chico. Guillermo lo
detuvo y le entregó al mocoso: —Hacete cargo vos —le dijo.
Me
ciñó entonces con ambos brazos y me preguntó: —¿Estás bien, querida?
Yo
suspiré contra su pecho: —Sí… —y como no me soltaba, murmuré—: Ya puedo caminar
sola.
Aflojó
el cerco despacito pero me mantuvo sujeta a su costado hasta que cruzamos la
salida. Allí me tomó de los hombros y escrutó mi rostro buscando algún signo de
conmoción.
—Me
asusté cuando te oí gritar, Martina —dijo conmovido.
—El
chico me sorprendió. Gracias por evitar que cayera al agua —reconocí
sosteniendo su mirada.
Todavía
estábamos absortos el uno en el otro cuando se acercó Sami.
—¡Qué
travesía, chicos! El crío casi me tira al piso y la madre desde atrás no ahorró
empujones. ¡Varios cayeron al suelo como bolos! —rió—. Y después, los que
salieron de estampida atropellaban en sentido contrario… ¡Ufff! —resopló—.
¿Ustedes bien?
—Bien
—confirmó Guille—. Vayamos a devolver el equipo y las invito a un refrigerio
antes de visitar la gruta.
El
guía nos interceptó al salir del depósito: —¡Compadre, no se vayan! Queda
probar suerte en el Arroyo Amarillo —le dijo a Guillermo.
Él
nos consultó con la mirada y ambas denegamos con un gesto amable. El baqueano
se refería a la búsqueda de oro zarandeando el sedimento del arroyo. Hoy en
día, con los filones agotados, no era más que un entretenimiento que podía
terminar con el cuerpo acalambrado.
—Gracias,
viejo —contestó Guille—. Otra vez será. Las chicas están cansadas.
El
joven levantó el pulgar y enfiló hacia el grueso del contingente. Nosotros, en
un silencio lánguido y amistoso, caminamos hacia el restaurante adonde estaba
estacionado el auto. El gurka nos agasajó con una torta exquisita y un
aromático café para luego transitar unos veinte kilómetros hacia el este en
busca de Inti Huasi. En quechua significa “casa del sol” y tiene una antigüedad
de ocho mil años. Guillermo me relevó en la conducción de modo que me dediqué a
observar el paisaje. Una formación de nubes grises opacaba el brillo del sol y
acentuaba la serranía allende la ruta. Las formaciones rocosas se hicieron más
profusas conforme nos acercábamos a nuestro destino en tanto la niebla engullía
la cresta de las más altas. La gruta estaba atravesada por pasarelas a cuyo
costado estaban expuestas distintas piezas de las culturas aborígenes que la
habían ocupado por milenios. En las paredes, erosionadas por el paso del
tiempo, quedaban rastros de antiquísimas pinturas. Nos llevó más de una hora
recorrerla. Regresamos a Merlo anocheciendo.
A
las once de la noche me despedí de Sami y familia después de haber compartido
la pizza y las empanadas caseras que le habían obsequiado a Darren. Necesitaba
procesar los acontecimientos de los dos últimos días con la cabeza despejada y
lejos de la mirada del gurka. Porque mi análisis poco tenía que ver con la
disolución del vínculo con Noel; tenía que ver con los cimientos de mi vida que
la aparición de Guillermo Moore había debilitado.
—¡Dinamitado, Martina! —Vociferó mi otro yo—. Tu metódico devenir entre el trabajo, la casa de tu mamá, la relación
sin premuras con Noel, la estoica resignación a no progresar, carecía de
sustento.
—¡Yo vivía tranquila —me defendí.
—¡Ja! Vivías en la inercia y, aunque te espante, un ejercicio de
sinceramiento podría abrirte las puertas a una existencia con significado.
—¿Pensar en proseguir la licenciatura en
idiomas no te parece un cambio?
—Es solo el comienzo. No solo de títulos vive
el hombre… —dijo pomposamente.
Me
estiré en la cama con un largo suspiro. Sabía adónde quería llegar mi sabueso
interior: no se conformaba con huesos, quería sangre. Pretendía que me quitara
la máscara con respecto a Guille, que confrontara sentimientos con dogmas, que
aceptara que su intrusión era cada vez más consentida. Las circunstancias que
me obstinaba en negar me atravesaron como dardos: el beso, su confesión, la
sensación de amparo al abrigo de su cuerpo, cada gesto con el que afirmaba su
designio de seducirme.
—Dale, Marti… —de nuevo mi fastidiosa voz interior—, aceptá que su actitud te fue ganando. Si se
hubiese acercado a vos sin ese conocimiento previo, ¿lo habrías descalificado?
Lo
pensé despojado de su antecedente temporal y concluí que me hubiese fijado en
ese hombre de físico y carácter atrayentes. No había hecho el intento de
imponerse por su posición social o económica lo cual no era muy común en
personas exitosas y lo favorecía en mi escala de valores.
—¿No es hora de darle la razón a India y dejarte llevar por tu instinto
en lugar de melonear cada una de tus reacciones…?
Me
dormí sin resolver el conflicto. La alarma del celular me despertó a las ocho
de la mañana. Una hora después, bajé ocultando la cajita detrás de la cintura.
Sami estaba sentada tras la barra.
—¡Buen
día y feliz cumpleaños! —la abracé, la besé y le dí un tirón de orejas antes de
ofrecerle el regalo.
—¡Marti!
¡Gracias! —dijo con una risa sorprendida.
Rompió
el envoltorio y admiró el estuche. Luego lo abrió y emitió una exclamación de
deleite al ver la pulsera. La ayudé con el broche y estiró la mano para
admirarla.
—¡Marti!
—repitió—, ¡es preciosa y original! —me abrazó—: Sos muy generosa —dijo
agradecida—. Y no quisiste gastar en un vestido de fiesta…
—Importa
que te guste, y pienso pasarla bien aunque no vaya de largo —aseguré.
—No
es lo que me preocupa —dijo convencida—. Vas a estar hermosa con cualquier
atuendo.
—Todo
un cumplido —reí. Miré a mi alrededor—: ¿Y los muchachos adónde están?
—Una
mala y una buena —me comunicó Sami—: lo llamaron a Darren porque una máquina
computarizada quedó fuera de servicio y Guille lo acompañó. La buena: que me
valí de mi ventaja como la mujer del
ingeniero y nos esperan en el mejor salón de centro para una sesión
integral de estética —declaró con entusiasmo.
Fruncí
el ceño. Si no podía invertir en un vestuario menos en algo tan efímero como un
tratamiento de belleza.
—Yo
paso, Sami —me disculpé—. Te acompaño y te espero.
—Te
vas a aburrir… —se lamentó.
—Ni
lo pienses. Si va para largo, voy a buscar la manera de ocupar el tiempo.
Desayuné
en tanto Samanta se pertrechaba para salir. A las nueve y media ingresamos al
Instituto “Afrodita”. Como mi amiga se iba a someter a todos los cuidados que
ofrecían, le obsequiaron un tratamiento capilar gratuito que insistió yo
aprovechara. Por no discutir, seguí a la empleada hasta el sector de estética
del cabello adonde insertaron un turno para el cual debía aguardar una hora. En
tanto, pusieron a mi disposición un box equipado con una computadora y conexión
wifi. Hablé con mami y me vi con India quien se manifestó inexorablemente
enamorada de Román y evaluando la posibilidad de mudarse con él. Explotando mi
declaración de alegría por su estado de gracia, intentó sonsacarme con respecto
a Guille.
—No
hay novedades —transmití.
—Martina,
he desnudado mi alma frente a vos, ¿y me retribuís con un comunicado lacónico?
—se indignó.
La
aparición de una empleada requiriéndome para pasar al salón acabó con la
polémica. Me despedí con la promesa de llamarla al día siguiente. Simpaticé de
inmediato con la encargada, que estudió mi pelo y me aconsejó acerca del
tratamiento, color y corte. Salí tres horas después con unas espectaculares
mechas californianas que doraban las puntas desparejas y onduladas. Estaba
famélica y después de averiguar que a Sami le quedaba más de una hora, me
dirigí a la confitería del Instituto adonde habíamos acordado en reunirnos. La
vi venir mientras terminaba un tostado de pollo, jamón y queso. Estaba
espléndida con su pelo rubio brillando bajo la sutil iluminación del local. Se
acercó a la mesa y me observó antes de sentarse.
—Martina,
si fuera posible diría que te quitaste diez años de encima —su apreciación
sonaba sincera.
—¡Dios
me libre! —exclamé—. Porque en cualquier momento el gurka aparecerá correteando
por aquí.
Largó
una carcajada antes de sentarse que me transportó a los despreocupados años de
nuestra adolescencia. Le hizo una seña a la camarera: —¡Me muero de hambre!
¿Está bueno el tostado?
Asentí
y encargó uno para ella. Después nos estudiamos con afecto.
—Darren
me avisó que llegarían alrededor de las nueve de la noche y eso gracias a mi
hermanito que pudo destrabar un programa —me informó. A continuación—: Debieras
mantener siempre ese corte y ese color, Marti. ¡No sabés cuánto te favorecen!
—Sí,
claro, si no pagara el alquiler de mi departamento —dije divertida.
—El
tiempo dirá —dijo enigmática—. ¿Te parece que ocultaron mis arrugas con el
maquillaje?
—Son
indicadores de carácter —atestigüé.
—Pero
a vos no se te marcan —puchereó.
—Porque
no tengo una piel delicada como la tuya —traté de convencerla.
Volvió
a reír y se abstrajo en su comida. Al salir, hizo algunas compras por el centro
antes de regresar a la casa. Eran las ocho cuando entramos a nuestros
dormitorios para cambiarnos. Me duché cuidando de no mojar el cabello y elegí
un vestido blanco que dejaba mis hombros y espalda al descubierto. Bajo el
ceñido talle, la amplia falda caía a mitad de muslo. Calcé unas sandalias altas
y blancas, aros, brazalete y tobillera del mismo color y me contemplé en el
espejo. La mujer de piel bronceada que me enfrentaba se veía fascinante.
Terminé mi arreglo, me cubrí con la torera de mangas hasta el codo y bajé al
encuentro de cualquier reto que me propusiera el destino.
XXIV
Los
hombres, que habían llegado mientras nos estábamos vistiendo, esperaban en la
sala listos para salir. Se volvieron al escuchar el repique de mis tacos sobre
los escalones. Guillermo se movió hacia mí y esperó al pie de la escalera. Me
detuve en el primer peldaño, mis ojos a la altura de su mirada deslumbrada.
Estaba tan estático que liberó una risa espontánea de mi parte. Él recobró la
compostura y distendió los labios en una sonrisa de dientes perfectos.
—Milady… —pronunció tendiéndome la mano.
La
tomé y bajé el escalón con su asistencia.
—Hola,
Darren —me acerqué al Colorado y le dí un beso.
Me
lo devolvió y dijo con gesto malicioso: —Hola, bonita. Acabas de quitarle el
habla a un individuo.
No
lo nombró pero ambos sabíamos a quien se refería, por lo cual me puse
tontamente arrebolada. Sami, bajando la escalera como una reina, me rescató de
las pullas de su marido. Lucía con donaire el exquisito vestido de fiesta –que
yo le había ayudado a elegir- cuyo azul profundo contrastaba con el color de su
cabello. Darren la abarajó al pié de la escalera con un beso y se volvió hacia
nosotros: —Billy —afirmó—, vamos a ser los hombres más envidiados de la fiesta.
Billy no respondió. Se limitó a
mirarme con avidez y me ofreció el brazo para salir. De lo que tenía
conciencia, es que no deseaba que esa noche fuera como cualquiera. Me sentía
hermosa, deseada y quería llevarme al mundo por delante. Como viajamos en el
auto de Darren, Guille y yo ocupamos el asiento trasero.
—Te
ves distinta, milady —susurró—, pero
irresistible.
—Obsequio
de Sami —respondí con frivolidad—. Me benefició con un cupón para la
peluquería.
La
risa le burbujeó en la garganta: —Hasta tus desplantes te llenan de encanto,
linda Martina —murmuró buscando mis ojos.
Apoyé
la cabeza contra el respaldo y sonreí suavemente. Si lo aceptaba, quedaría al
borde de un cortejo. Aún no…
—¿Cómo
se llama tu admirador? —le pregunté a quemarropa.
Sacó
la tarjeta y, condescendiente, leyó: —Milton Prado Pérez tiene el agrado… —se
interrumpió y concluyó—: Debe ser el nombre del padre.
—Nombre
extranjero y doble apellido. ¿Serán peruanos?—colegí.
—Salvo
en Argentina, creo que en los países latinoamericanos se usan los dos apellidos
—aventuró.
—Sí.
Pero yo conocí a un médico peruano que se llama Milton —insistí.
—¡Ah…!
¿Cómo paciente o pretendiente? —averiguó.
Me
largué a reír: —¿Es que para vos todos los hombres revisten en esa categoría?
—Con
vos y hasta recuperar mi prenda debo estar en guardia, milady.
—¡Quedamos
en que no me nombrarías más con ese mote y nunca tuviste una prenda sino que me
la robaste! —mascullé indignada.
—Siempre
junto a mi corazón e inspirándome para conseguir lo que deseaba brindarte
—afirmó con vehemencia.
Me
inquieté. ¿Estarían escuchando los de adelante? Estaban muy silenciosos.
—Darren,
¿cuánto falta para llegar? —necesitaba remover esa zona de intimidad que
amenazaba someterme.
—Una
hora si la ruta sigue despejada —contestó.
Me
apoyé sobre el asiento de Sami y la involucré en la charla más tonta que
recuerde sobre el instituto de belleza y otras banalidades. Mi inspiración
alcanzó justo para llegar. Cuando Darren anunció el fin del viaje me eché hacia
atrás con un suspiro de alivio para aterrizar sobre el cuerpo de Guillermo.
—¡Ay!
—exclamé mientras me desequilibraba hacia la portezuela por no aplastarle la
cabeza.
Reaccionó
con un gruñido y me atrajo con violencia hacia él. Siempre me juró que estaba
profundamente dormido. Forcejeé para desprenderme mientras repetía su nombre.
Samanta, que ante el alboroto se había incorporado para informar al conductor,
colaboró: —¡Gurka! —lo zamarreó para despertarlo.
Guille
abrió los ojos con esfuerzo y aflojó el cerco. Nos miró como si no nos
reconociera. Sus pupilas se aclararon y dijo: —Un sueño hecho realidad…
—¿Qué
tal si me soltás? —manifesté con calma—. Así mi vestido lucirá con menos
arrugas.
Rió
con parsimonia, me liberó y se enderezó: —¡Perdón, perdón! Nada más alejado de
mi intención que arruinar tu perfección.
Le
lancé una mirada torva: —Estabas fingiendo —acusé.
—¿Para
abrazarte? —infirió en tono provocador.
—¡Sos…!
—me exalté sin poder comunicarle lo que era, de puro enfadada.
—¡No
te enojes, Marti! Fue una broma —aclaró ante mi rostro alterado.
—¡Haya
paz, chicos! —pidió Samanta asomada a su asiento—. Es mi cumple…
—¡Tenés
razón, Sami! Lo siento… —dije contrita.
—¡Y
vos dejá de portarte como un pendejo! —le espetó a su hermano antes de volver a
sentarse.
Él
hizo el gesto de la paz y nadie habló más hasta que estacionamos delante del
hotel adonde se festejaba la inauguración. El incidente del auto había pasado y
mi ánimo recobrado su buen humor de modo que me colgué, con una sonrisa, del
brazo que me ofreció Guille. Antes de exhibir la tarjeta en la entrada se
detuvo y recorrió mi figura de pies a cabeza: —Y conste que no te arrugué como
hubiera deseado… —me dijo en voz baja.
No
lo eludí. También medí su estampa y tomé nota, por primera vez en la noche, de
su vestimenta. Se había puesto un jean azul, una remera blanca con discreto
escote en V y un blazer negro que llevaba desabotonado.
—Hubieras
tenido la obligación de plancharlo —le aseguré.
Esbozó
una sonrisa maliciosa que contenía cualquier metáfora en torno a mi
declaración. Me dí vuelta y avancé hacia la entrada. En dos zancadas me alcanzó
y volvió a tomar mi brazo: —Quieta, preciosa… —murmuró.
El
responsable del ingreso miró dudoso a Guillermo y paseó la vista entre él y
Darren que vestía un elegante traje gris con camisa clara y corbata.
Así
estábamos, como en un cuadro, nosotros distendidos y el empleado de seguridad
indeciso hasta que apareció el hijo de Milton.
—¡Doctor
Moore! —exclamó con entusiasmo—. ¡Creí que no iba a contar esta noche con su
presencia!
Guille
sonrió, le tendió la diestra y dijo: —Guillermo y de vos. ¡Ah…! Y me debés tu
nombre. No sabía por quien preguntar.
—Joaquín
—dijo el muchacho. Miró hacia nosotros esperando la introducción.
—Ella
es Martina, mi prometida —señaló Guille ante mi consternación.
Joaquín
se estiró para darme un beso en la mejilla. A continuación, les presentó a su
hermana y su cuñado.
—Vengan
conmigo, por favor, que quiero que mi padre los conozca —pidió nuestro
anfitrión.
Esta
vez me colgué yo del brazo del gurka y musité: —¿Qué fue éso?
—El
pasaporte para sacudirme algunas féminas insidiosas —dijo entre dientes.
—Ah…
—¿La exclamación había sonado desencantada? Me apresuré a clarificar: —Claro
que si hay alguna que te guste, considerate libre de compromisos.
No
me contestó. Se limitó a presionar mi brazo contra su cuerpo. Así llegamos ante
el padre de Joaquín. El joven no ahorró elogios para con Guille aunque Milton,
sin duda, estaba al tanto de su trayectoria. Departió con nosotros con
amabilidad y nos acompañó hasta la mesa que nos estaba reservada. Joaquín, que
no quería separarse de su icono, nos acompañó. Nos despojamos de los livianos
abrigos asistidas por nuestros acompañantes. Guillermo demoró sus manos sobre
la prenda deslizando con delicadeza los dedos sobre mis hombros, al tiempo que
susurraba: —Estás para comerte, milady —lo que le valió una mueca insolente de mi
parte.
Terminamos
de cenar y el muchacho se dirigió a mí: —Martina, ¿me cederías por un momento a
tu prometido? —lo preguntó como temiendo una negativa.
—Lo
que necesites —respondí sin poder contener la risa que encubrí tras una
observación—: ¡Ah… Guille! Acordate de nuestra charla —le refresqué volteando
hacia él.
—Lo
tengo bien presente —aceptó—. Gracias por tu cooperación, querida —y se inclinó
sobre mí para besarme suavemente en la boca.
Aún
me duraba el asombro cuando fue engullido por un enjambre de admiradores.
Samanta y Darren me miraban con la expresión de quienes se mueren por preguntar
pero su educación los contiene.
—Parece
que se tomó a pecho su excusa para zafar del acoso femenino —comenté con
despreocupación.
—¡Era
lo que nos imaginábamos! —asintió el Colorado y ratificó su dicho meneando la
cabeza.
Lo
contemplé con suspicacia buscando un atisbo de burla en su rostro, pero sostuvo
el gesto de naturalidad sin variaciones.
—¿No
tienen ganas de bailar? —promovió la cumpleañera.
—¡Sí!
—aceptamos a coro Darren y yo.
Un
mozo nos guió hasta la confitería flotante donde estaba ubicada la pista de
baile. Nos sacudimos casi una hora hasta que comenzó el ritmo lento.
—No
puedo satisfacer a las dos —se excusó Darren—, de modo que les buscaré una
bebida.
Yo
suspiré aliviada: —Acerquémonos a la baranda —le propuse a Sami, ansiosa por un
poco de aire fresco.
XXV
La
vista al lago y las montañas era espectacular, acompañada por la suave música
melódica que demandaba una compañía amorosa. Una mano fuerte se apoyó sobre mi
hombro al tiempo que una voz masculina, para evitar el sobresalto de la
sorpresa, declaraba: —Las dos chicas más hermosas de la fiesta a mi
disposición. La suerte me sonríe.
Guille
nos abrazaba desde atrás. Samanta se volvió y le dio un beso: —¿Qué hacés por
acá? Te creía capturado por alguna de esas amazonas ostentosas.
—Te
olvidás que vine con mi prometida —observó él con decoro.
—Bueno
—me entrometí—, podés dejar la ficción porque no hay moros en la costa.
—¡Error,
milady! Ahora es cuando más te
necesito. ¿Ves? —señaló hacia atrás con un leve movimiento de cabeza.
Miré
y tropecé con la mirada de Joaquín quien me saludó con una sonrisa. Estaba
acompañado por dos jovencitas cuyos ojos estaban clavados en nosotros.
Guillermo me tomó de la cintura y me apremió: —Vamos a bailar.
Lo
seguí como un autómata. Tomé contacto con mis sensaciones cuando levantó mis
brazos sobre sus hombros y rodeó mi talle con los suyos. Yo deslicé las manos
sobre su pecho.
—Así
no, Martina. Se supone que estamos enamorados —me murmuró al oído.
—Estás
yendo demasiado lejos, gurka —lo empujé—. Si querés continuar con la farsa,
hasta aquí está permitido.
—Martina…
—no intentó acortar la distancia—, que haya recurrido a un eufemismo para
sentir que eras un poco mía no invalida lo que siento por vos —dijo con firmeza.
—¿Y
qué es lo que sentís? —lo fustigué.
—Lo
sabés. Te amo.
—Usás
esa palabra de manera caprichosa —recriminé.
—Marti,
animate a mirame y comprobarás que no te miento —me incitó.
Si
lo miraba leería en mis ojos esas ansias que yo no me atrevía a identificar.
¿Era hora de asumir el riesgo? Alcé la cabeza. El mensaje de las pupilas
glaucas era indudable y me provocó una suerte de conmoción que me quitó el
aliento. El primitivo deseo que las agitaba coincidía con mi negado anhelo de
amar y ser amada por este hombre que se había exteriorizado en tan pocos días.
Él interpretó mi emoción y emitió un hondo suspiro mientras me estrechaba contra
su cuerpo. Cerré los ojos y recliné la cabeza sobre su corazón, solo
concentrada en su olor, el calor de su aliento contra mi pelo, la suavidad de
sus labios sobre mi sien. Me dejé aturdir por la música, sus brazos y las
palabras que la pasión le inspiraba. ¿Había sentido alguna vez esta exaltación
con Noel? Con nadie, me respondí.
—No
quisiera soltarte nunca, Martina … —murmuró—, pero si no paramos de bailar me
veré en una situación muy comprometida.
Detuvo
el desplazamiento y me besó antes de aflojar el abrazo y escoltarme hacia el
exterior. No tenía necesidad de preguntarle la razón de su propuesta, conciente
como era de la transformación de su cuerpo. Nos apoyamos sobre la baranda
hombro contra hombro y cercada por su brazo cristalizó la aspiración romántica
que añoré en compañía de Sami. El paisaje era el mismo, pero mis ojos lo
apreciaban bajo el prisma del esplendor afectivo. Poco después, Guillermo
volteó hacia mí y enmarcó mi rostro entre sus manos. Sentí que iba a ser el
primer beso determinado por el deseo mutuo. Nuestros labios se aproximaron
lentamente y se unieron en una gozosa caricia que convocó a las bocas en
plenitud. Labios, lenguas y dientes en húmeda sintonía con la temblorosa
emoción del reconocimiento. Guille se separó con una especie de lamento y me
urgió con voz enronquecida: —¡Vayámonos ahora, Marti!
—¿Adónde?
—balbuceé aún magnetizada por el beso.
—¡Al
paraíso! —dijo haciendo tintinear una llave que sacó del bolsillo del pantalón.
Me
dejó helada. Atiné a preguntarle: —¿Dé dónde es la llave?
—De
una suite del complejo —respondió eufórico.
—¿La
conseguiste antes de saber que iría con vos?
—¡Por
Dios, Marti! Me la obsequió Joaquín.
—Y
supongo que lo cargarás en tu Hércules al igual que a Noel y a Juanma.
—¡Sí!
¿Qué querés sugerir? —me interpeló.
—Que
sos muy bueno comprando voluntades. La de mi novio para que no objetara un
viaje en tu compañía, la de mi jefe para que me concediera otro período de
vacaciones, la de tu fan para que pusiera a tu disposición un cuarto.
—¿Y
con qué objetivo, si se puede saber? —inquirió con sarcasmo.
—Para
pasar una noche conmigo —me lancé.
—Yo
no quiero pasar una noche con vos…
Lo
interrumpí: —¡En una semana te vas!
—¡Con
vos, Martina! —casi gritó.
—Estás
delirando… Cuando vuelvas a tu mundo ya no seré más que el recuerdo de una
aventura —dije abatida.
Me
contempló anonadado: —Tenés el don de transformar la realidad tergiversando los
hechos. En primer lugar, acostumbro a invitar a mi empresa a gente entusiasta
con la especialidad; en segundo lugar, la llave me la ofrecieron, y en tercer
lugar este sería el comienzo de nuestra convivencia. Todos eventos normales que
bajo tu análisis se vuelven conspirativos —enjuició.
—Oh,
sí… ¿Una semana de convivencia aquí garantiza que podríamos continuarla en tu
país? —pregunté incrédula.
—¡No
lo puedo creer, Martina…! —Y recalcó—: No puedo creer que hayas convertido una
aspiración amorosa en un cálculo matemático.
—¿No
son las matemáticas la materia prima de tus exitosos sistemas? —lo hostigué.
Lo
saqué de sus casillas. Apretó los labios y sus ojos chispearon al tiempo que se
aproximaba a mí. Retrocedí contra la baranda convencida de que me iba a
golpear. Se frenó con expresión aturdida y ladeó ligeramente la testa para
observarme con ojos entrecerrados. No supe si el gesto de rechazo tuvo que ver
con su arranque iracundo o si lo provocó mi persona, porque me dio la espalda
con una risa destemplada y se fue. Allí quedé. Mirando el lago y tratando de
descifrar mi calamitoso arrebato. ¿Perdí la oportunidad de conocer el amor por
puro miedo a salir decepcionada? Hurgaba en mi cerebro la comprensión del
impulso cuando se me impuso con manifiesta claridad que debía confrontarlo con
mis sentimientos. ¡Basta de especulaciones racionales!, diría India. ¡Cómo la
necesitaba para disipar la anarquía de mi mente! En estas elucubraciones estaba
sumida cuando escuché la voz de Sami.
—¡Marti,
Marti! —dijo un poco agitada—. Acaban de llamar a Darren desde la oficina de
control. Parece que una excavadora se descompuso y originó un accidente. Guille
lo acompañó, pero antes de irse arregló que Joaquín nos llevara a casa cuando
dispusiéramos. ¿Querés quedarte un rato más?
La
ví un poco angustiada y, además, ¿qué haríamos nosotras sin nuestros hombres?
Saboreé el interrogante porque esta idea de propiedad me abarcaba cada vez más.
—Prefiero
irme —le contesté, animando una expresión de alivio en su rostro.
Nos
arrimamos a la mesa adonde aguardaba Joaquín como un soldadito. Aceptó nuestro
deseo de abandonar la fiesta y, a pedido de Samanta, nos condujo hasta su padre
para que pudiéramos despedirnos. Antes de subir a su auto, estiró la mano y me
ofreció una llave.
—El
doctor Moore me encargó que se la diera —expresó.
La
atesoré en mi mano como una joya. Era la prueba del perdón del gurka.
—Gracias,
Joaquín —le sonreí—. La pondré a buen recaudo.
El
muchacho asintió complacido, como si hubiera cumplido una misión exitosa. Nos
trasladó hasta la casa de Sami y esperó a que abriéramos la puerta desde donde
lo saludamos. Mi amiga se desplomó en un sillón con un suspiro ruidoso.
—¿Estás
preocupada? —me inquieté.
—Un
poquito. Parece que las máquinas se han vuelto locas. ¡Menos mal que está el
doctor Guille para atenderlas…! —se rió—. Y a propósito de Guillermo, ¿qué pasó
entre ustedes? No me mientas, porque eran un espectáculo en la pista de baile y
después él volvió a la mesa solo y como un basilisco… —me advirtió.
—Me
quedé con ganas de tomar algo —dije—. Busco unas bebidas y vuelvo.
—No
te me vas a escapar… —canturreó mientras se sacaba las sandalias y recogía los
pies en el sillón.
Regresé
con dos copas y una botella de champaña mediana. La descorché, la escancié y me
senté frente a Sami: —Salud, amiga. Porque los muchachos no tengan grandes
problemas.
Las
copas tintinearon al chocar. Samanta me observaba en silencio, sin apremiarme,
esperando la confidencia reclamada. Me recosté sobre el respaldo y observé las
minúsculas burbujas al trasluz, buscando las palabras adecuadas para contarle a
Sami que posiblemente estuviera enamorada de su hermano menor.
—Te
voy a ayudar —dijo—. Sé que Guille te ama. Pero vos, Marti, me desconcertás. A
veces parece que compartís lo que siente y otras, que estás tan lejana como esa
milady que persigue sin poder
alcanzar.
—¿Te
parece natural una pareja entre el gurka y yo? —me sorprendí.
—Aunque
no juzgo la orientación sexual ajena, todavía soy apegada a la relación
heterosexual y ustedes son un hombre y una mujer, ¿no?
—¿Y
la edad, Sami? Le llevo cuatro años —le recordé.
—Para
serte franca, él parece mayor que vos. Por todo, desde lo físico hasta lo
intelectual.
—¿Querés
decir que soy una retrasada? —rezongué.
—Quiero
decir que te lleva kilos y centímetros, y que tiene un carácter más reflexivo
que cualquiera de nosotros. Darren incluido —aclaró como testimonio definitivo
de la madurez de su hermano.
No
pude contener una risotada ante su apelación, porque se me presentó la imagen
del gurka blandiendo la daga entintada y gritando como loco en ese nicho
temporal del pasado. Samanta sonrió con desconcierto y acompañó mi carcajada cuando
le transmití mi evocación.
—¡Sí
que se jugó por vos! —se desternilló.
—Lo
hizo para salvar a su hermana —corregí.
—Vamos…
Lo hizo para quedar bien con su dama —me retrucó.
—Aún
no había alcanzado la categoría de caballero andante —le refresqué la memoria.
Permanecimos
en un silencio introspectivo que interrumpió Samanta: —¿Entonces no seremos
cuñadas, Marti? —sintetizó afligida.
XXVI
Me
incorporé para abrazarla. ¿Podía contestar su pregunta? En cinco días había
perdido el control de mi vida y los prejuicios me dificultaban ponerme en
contacto con mis sentimientos. Le dí un beso en la mejilla, me acomodé a su
lado y la tomé de las manos: —Sami, ojalá supiera descifrar lo que siento por
Guillermo. Desde el reencuentro, mis creencias acerca de la pareja, el esfuerzo
y la realización han sido duramente cuestionadas…
—¡Ay,
Marti…! Tu parrafada aparenta un ejercicio de oratoria. ¿Qué tenés que
analizar? ¡Lo querés o no lo querés! —me refutó.
Me
hundí en el asiento. ¡Vaya si tenía razón! Pero no podía confesarle que me
hubiera ido con Guille hasta la China de no haber mediado el desafortunado
incidente de la llave; ni que el beso me estremeció de solo conjeturar el
momento de estar a solas. Eran confidencias para India, no para la hermana de
mi potencial amante. Tomé una bocanada de aire y me levanté.
—No
te puedo rebatir, Samanta, pero necesito adecuar mi arcaica filosofía
existencial con la que irrumpió esta semana en mi vida. Ahora me voy a dormir y
tal vez amanezca iluminada —le dije con afecto al tiempo que la despedía con un
beso.
Sostuvo
el abrazo y me exhortó: —Consultalo con la almohada ¿eh…? Pero más con tu
corazón.
∞ ∞
Un
rayo de sol se escurrió debajo de la persiana alzada a medias y se enredó en
mis pestañas. Abrí los ojos con pereza porque había conciliado el sueño muy
tarde por deliberar -a sugerencia de Sami- con mi músculo cardíaco. El citado
no aceptó ningún razonamiento lógico relacionado con edad, amistad o tiempo. Se
limitó a repetir “pero te gusta” ante
cada reparo que esgrimí. Me ganó por cansancio. Me dormí convencida de que
estaba enamorada de Guillermo y que no había impedimentos para aceptarlo.
Estiré
los brazos hacia el cielorraso y la boca en una sonrisa. Me bañé, me cambié y
bajé atesorando en el bolso la llave y el pañuelito bordado. Pensaba regresar
ambas cosas, segura de que él interpretaría su significado. Mi amiga no estaba
a la vista aunque sí levantada, pues el café estaba casi listo y había una
bandeja de medialunas sobre la barra. Me instalé en un sillón dispuesta a
esperarla. Poco después se hizo presente.
—¡Buen
día, Marti! —exclamó al verme y se acercó para darme un beso.
—¡Hola,
Sami! ¿Hay noticias de los chicos?
—No
muy buenas. Darren me avisó que aún tienen para varias horas. Si estás de
acuerdo, me propuso que vayamos a almorzar a Pasos Malos y los esperemos allí
para no perdernos el día. Habló con Luis para que nos reserve una mesa —me miró
ansiosa—. ¿Consultaste con la almohada?
—Con
mi corazón, como deseabas.
—¿Y…?
—el interrogante otorgó a la simple conjunción una cualidad azarosa.
Le
sonreí provocadora: —No pretenderás saberlo antes que el interesado…
—¡Tramposa!
—escandalizó y agregó, riendo, ante mi gesto de censura: —¡No voy a agregar
nada más…! —me tomó del brazo: —¿Aceptamos la oferta de los muchachos?
—¡Dale!
—aprobé.
Desayunamos
y después le anuncié que subiría a preparar la mochila. Cargué la malla, filtro
solar, toallones y varios accesorios que podría necesitar además del bolso.
Sami estaba lista. Partimos en el auto de Darren que me ofreció manejar, pero preferí
oficiar de acompañante. Luis nos recibió con toda deferencia y, como en la
anterior visita, puso a nuestra disposición a sus sobrinos para que nos
escoltaran. Los jovencitos, ya familiarizados, charlaron hasta por los codos.
—¿Van
a tomar sol todo el día? —preguntó Rolfi.
—¿Qué
nos proponen? —averiguó Samanta.
—¡Trekking
a la Cascada Olvidada o mountain bike hasta Merlín! —intervino Pedro.
—¡Y
conocemos guías para cada circuito! —se entusiasmó Rolfi.
Sami
me interrogó con la mirada. Pensé que una caminata no nos vendría mal.
—¿Cuánto
dura la excursión hasta la cascada? —indagué.
—Dos
horas —aseguró Pedro.
—También
a mí me atrae más la idea de un paseo —aprobó Sami—, y podremos salir después
del almuerzo.
—¿Le
avisamos a Martín? —se atropelló Rolfi—. Es el mejor y está habilitado como
baqueano.
—¡Vayan!
—autoricé—, nosotras ya subimos.
—¡Qué
comedidos! —exclamó mi amiga observando trepar a los chicos.
—¡Qué
interesados…! —corregí—. Seguro que les darán una comisión por el contrato.
Mi
celular sonó mientras acomodaba las pertenencias en la mochila. Me brincó el
corazón al reconocer al remitente: —Hola… —mi voz sonó suave.
—Marti…
¿Todavía estás enojada conmigo?
Me
sentía absurdamente feliz: —Vos debieras estarlo —disentí.
Rió
grave y bajito: —¿Sabés que raramente pierdo la compostura? Pero con vos no me
funciona la lógica —y concluyó con voz sofocada: —Siento haberte dejado sola…
—Me
lo tenía merecido —acepté con modestia.
Volvió
a reír: —¡Corazón…! Nos debemos una larga charla.
Me
dejé envolver por el sonido de su risa y la expectación que comunicaba su anhelo:
—Apenas nos veamos, ¿sí? —murmuré.
—Muy
pronto, querida. Apenas termine de ajustarle las clavijas a estas máquinas
díscolas —sobrevino un breve silencio. Luego: —Quiero verte, Martina. Te
necesito. Sé que resolveremos este equívoco…
—Lo
sé —lo tranquilicé—. Te espero, Guille. Y volvé al trabajo —mandé para
disimular la emoción que me producían sus palabras.
—Lo
que ordenes, milady —susurró
transportado.
Cerré
el aparato, segura de que nuestra despedida podría eternizarse.
—¿Terminaron?
—Sami me miraba risueña.
—Estoy
lista —evité la respuesta y me lancé a escalar.
Luis,
informado de nuestros planes, ya había dispuesto el lugar para comer. Aceptamos
la sugerencia gastronómica y a las dos de la tarde nos reunimos con el guía.
Era un hombre joven, delgado, de estatura media y bastante lacónico. Nos
instruyó acerca de la vestimenta y calzado más adecuados y nos hizo una serie
de recomendaciones antes de partir. Nos despedimos de Luis y los chicos con la convicción
de que estaríamos de regreso alrededor de las siete de la tarde. Seguimos el
curso del arroyo que ascendía entre hoyas de agua cristalinas y bordeado de su
autóctona vegetación. El baqueano nos fue dando sus nombres a medida que lo
interrogábamos, más atento al camino que a los detalles turísticos.
Concentradas en el ascenso y la belleza del paisaje avistamos la cascada que,
según Martín, caía desde treinta y siete metros de altura. Nos sentamos a
descansar y grabar el entorno en nuestras retinas antes de sacar varias fotos y
comer unos bocadillos que nos había preparado Luis. Antes de que los zorros
pasaran a nuestro lado sin mirarnos sentí que algo había cambiado en la
cualidad de la atmósfera. El calor había aumentado mientras parecía haber disminuido
la visibilidad. A Martín el alerta se le activó a la vista de los animales que
huían. Se estiró en toda su estatura, oteó el horizonte, dilató sus fosas
nasales y se volvió hacia nosotras con expresión preocupada.
—Señoritas,
debemos volver. Algo se está quemando y no está lejos.
Creo
que ninguno de los tres nos alarmamos demasiado en ese momento, por lo cual
bajamos tomando todas las precauciones. El guía aceptó detenerse un momento
para que Samanta intentara comunicarse con Darren.
—¡No
me escucha, Marti! —me inquietó el dejo desesperado de su voz.
—Debe
ser por la estática —intenté tranquilizarla—. Mandale un mensaje.
A
Sami le traicionaron los nervios y, ante la impaciencia de Martín, borró texto
más veces de las que escribió. Reanudamos la bajada cuando la humareda era
notoria y ya asomaban algunas lenguas de fuego sobre las murallas de piedras.
Caminamos aprisa y en forma ordenada hasta que nos atropelló un grupo de gatos
monteses que escapaban de las llamas. El guía y yo logramos aferrarnos a unos
arbustos, no así Samanta que fue arrastrada por la estampida. Rodó río abajo
hasta quedar trabada entre las rocas. Ella no gritó. Mientras corría hacia su
cuerpo desmadejado, caí en la cuenta de que era yo la que gritaba.
XXVII
La
Providencia fue mi aliada para no terminar como Sami. Estaba inconciente y con
la pierna izquierda doblada en ángulo forzado cuando la alcancé. Detrás de mí
llegó Martín, quien le acercó a la nariz un frasco que sacó de su mochila. Ella
reaccionó con un quejido.
—¡Sami,
Sami! —llamé con angustia—. ¿Qué sentís?
—La
pierna… —se quejó.
El
guía le revisó la cabeza y le preguntó si le dolía. Ante su negativa, le pidió
que tratara de mover brazos y extremidades inferiores. Ella obedeció y lanzó un
grito de dolor cuando lo intentó con la pierna izquierda. La sentamos con
cuidado y Martín le hizo preguntas para comprobar que estaba ubicada en tiempo
y espacio. Me pidió que la sostuviera mientras él buscaba algún elemento que le
sirviera de soporte.
—La
cagué, ¿eh? —dijo Samanta, doliente.
—Nos
hubiera pasado a cualquiera —aseguré—. Te sujetaremos la pierna para que puedas
moverte.
—¿Te
parece que volverá?
A mí
no se me había cruzado la idea. Le respondí con firmeza: —Estoy segura. De no
ser así, nos arreglaremos solas.
—¡Tenés
que irte, Marti! Conmigo no podrás llegar arriba…
—¡No
digas pavadas! —la regañé—. De ésta salimos las dos o ninguna.
Para
nuestro alivio, vimos regresar a Martín acarreando una rama gruesa y larga. Se
agachó junto a Samanta y le explicó: —Señorita, le voy a rociar la pierna con
un analgésico antes de vendarla.
—Sami,
llamame Sami —pidió ella.
—De
acuerdo —acercó el aerosol y la pulverizó con prodigalidad.
Revolvió
en su mochila y sacó una soga. Menos Sami, absorta en su dolor, él y yo
vigilábamos el avance del incendio. Lo vi mover la cabeza contrariado.
—¿Qué
pasa, Martín? —le pregunté.
—Antes
de afirmarle la pierna, tendría que vendársela para no lastimarla con la soga o
la rama… —me clavó la mirada.
—Decime
que estás pensando —lo insté.
—Su
camisa serviría —aseveró.
No
era momento para andar con remilgos. Me la quité y se la tendí. Envolvió con
ella la extremidad magullada antes de alinearla con la improvisada tabla y la
amarró con la cuerda. Sami lloraba y gemía por el dolor. Martín volvió a
rociarla con el anestésico.
—Ya
va a pasar, Sami —le dijo—. Sos una mujer muy valiente. Te vamos a incorporar
para continuar el recorrido. Tenemos que llegar a las cascadas. Ayúdeme
señorita —me pidió.
Entre
los dos logramos que Sami se pusiera de pie. El humo había ocultado la claridad
de la tarde y escocía nuestros ojos y gargantas. Avanzamos lentamente llevando
a mi quejumbrosa amiga casi a la rastra. Por sobre nuestras cabezas escuchamos
ruidos de motores.
—¡Deben
ser los aviones hidrantes! —exclamó Martín— y seguro que los brigadistas deben
estar cerca. Si alcanzamos los saltos de agua tenemos muchas posibilidades de
zafar.
Esta
manifestación o, tal vez, el efecto del calmante movilizaron a Sami y
adelantamos con más celeridad. Pronto el humo y el calor nos sofocaron y Samanta
se transformó en una carga dolorosa.
—¡Déjenme
aquí! —pidió con voz rasposa—. No quiero seguir…
—¡Un
esfuercito más, Sami! —exigió Martín—. Las cascadas están cerca.
(Debido al abuso de los
que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de las novelas a pesar
de estar registradas, enviaré el final en forma gratuita a quienes estén
interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)